Prepararán el camino para romper la unidad de la hacienda española y la política redistributiva del Estado. ¿Tierra firme? No. Tierra quemada
https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2024-02-06/soberanistas-quieren-robar/
Prepararán el camino para romper la unidad de la hacienda española y la política redistributiva del Estado. ¿Tierra firme? No. Tierra quemada
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«Cuerpo se acoplará pronto al discurso sanchista. Pero esta legislatura va a ser abrupta y Sánchez decidió asignarle una institutriz, la ministra de Hacienda»
https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2024-01-30/frankenstein-sanchez-cuerpo-montero/
La pérdida de poder adquisitivo de los salarios puede llegar a exceder a la que provocó la devaluación interna que fue preciso aplicar en 2011
https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2024-01-23/escudo-social-recortes-inflacion/
Hace un año, tal día como hoy, 4 de enero, falleció Nicolás Redondo Urbieta. Con tal motivo se celebró un homenaje el pasado 14 de diciembre -fecha emblemática-, organizado por la UGT, en la que entre otras actividades se presentó un libro en su honor coordinado por García Santesmases y en el que tengo la satisfacción de haber participado. El tiempo lo diluye todo y existe el peligro de que los intereses presentes terminen escribiendo una nueva historia. Salvar la memoria de personajes como Nicolás Redondo y lo que él representó no solo es un acto de agradecimiento, sino una necesidad para la sociedad contemporánea, y una interpelación a los actuales sindicatos. Es por ello por lo que he creído conveniente dedicar el artículo de esta semana a transcribir mi colaboración en el citado libro:
¿Qué decir en un solo artículo de Nicolás Redondo? De él sería posible escribir no un libro, sino muchos. Se podría hablar de su etapa de niño de la guerra o quizás de su lucha contra el franquismo o de sus relaciones con los socialistas vascos en el exilio o de su nombramiento como secretario general de UGT y de los congresos de 1971, 1973, o de su papel en la Transición, o de su actuación en Suresnes, o de aquellos primeros años de democracia, en los que existía una luna de miel entre el partido y el sindicato, y de otros muchos temas más.
Me centraré, sin embargo, en un único aspecto: la encrucijada en la que se vio inmerso Nicolás -y todo el sindicato con él- cuando el partido hermano llegó al poder. En realidad, se trata del mismo dilema en el que se encuentran en general las formaciones de izquierdas, bien sean políticas o sindicales, cuando un partido de la misma ideología asume el gobierno. En octubre de 1982 el partido socialista gana las elecciones, pero no con una mayoría cualquiera, sino con 202 diputados, cifra que le daba un poder cuasi absoluto; le dejaba prácticamente sin oposición política.
Desde el primer momento, el PSOE de Felipe González se creyó con derecho a erigirse en el referente de todas las izquierdas y de exigir a todas ellas, fuesen las que fuesen, que no practicasen la mínima crítica ni pusiesen ningún obstáculo a la acción de un gobierno de su propia ideología. En el campo político, se acuñó la expresión de “la casa común de la izquierda” y se requería a IU y a otros partidos minoritarios que secundasen su política y sus decisiones; en el campo laboral, las organizaciones sindicales, y con más motivo UGT como sindicato hermano, debían convertirse en la correa de transmisión del Gobierno y legitimar su política.
Fue a ese escenario al que tuvo que enfrentarse Nicolás Redondo como secretario general de UGT. La unidad entre partido y sindicato conducía a la subordinación del segundo al primero, y a que fuesen las necesidades del PSOE -o más bien del Gobierno- las que marcasen la actuación sindical. El hecho de que la mayoría de los afiliados tuviesen la doble militancia colaboraba a ello. Asimismo, era la causa de que muchos miembros del sindicato, incluso situados en puestos importantes de la organización, emigrasen al Gobierno, desempeñando altos cargos en la Administración. Hasta Nicolás y Antón Saracíbar ocuparon un escaño en el Congreso.
Muy pronto se vio que la situación para el sindicato era inviable, si no quería resignarse a ser una prolongación del partido y del Gobierno. El primer momento crítico surgió en 1985 con la aprobación de la Ley sobre la Reforma de las Pensiones. Redondo y Saracíbar se vieron obligados a romper la disciplina del grupo votando en contra de la ley. No obstante, el problema no era puntual, sino estructural: la imposibilidad de servir a dos señores. Nicolás se dio cuenta de que para ser congruente y no caer en una situación de contradicción permanente y de esquizofrenia no podía seguir en el Parlamento, donde se vería obligado, tal como había ocurrido con la ley de las pensiones, a romper la disciplina de voto en otros muchos casos. Así que él y Antón Saracíbar en octubre de 1987 renuncian al acta de diputados.
El matrimonio se había roto y surgieron las discrepancias. Los enfrentamientos entre UGT y el Gobierno se hicieron más intensos, ahondándose la brecha entre partido y sindicato. Por otra parte, la sustitución de Marcelino Camacho por Antonio Gutiérrez facilitaba el entendimiento entre las dos grandes organizaciones sindicales y el avance hacia la unidad de acción que, a su vez, exigía la autonomía sindical y librar a cada uno de los sindicatos de cualquier injerencia política. Sería en estos dos principios en los que Nicolás basaría la nueva doctrina. La única finalidad de una organización sindical debería ser la defensa de los trabajadores, independientemente de la fuerza política que gobernase.
La tensión entre partido y sindicato llegó al máximo con la huelga general del 14 de diciembre de 1988. Cuando se convocó, la sorpresa -y por qué no decirlo, el desasosiego- recorrió la familia socialista. Y en cierta manera este desconcierto llegó también a la prensa. Previamente al día de la huelga, tanto El País como Diario 16 publicaron sendas entrevistas con Nicolás Redondo. La primera la realizó Sol Alameda el veinte de noviembre; la segunda, José Luis Gutiérrez y Juan Carlos Escudier, publicada el veintisiete del mismo mes. Ambas se interesaban por la causa del cambio que se había producido en el secretario general de la UGT. Se preguntaban, al igual que otros muchos, cómo era posible que quien en cierto modo se había entendido con Suárez plantease una huelga general a un gobierno de izquierdas.
La respuesta de Nicolás era siempre la misma: las circunstancias se habían modificado. Con UCD la prioridad era consolidar la democracia. Exigía un ejercicio de responsabilidad de todos los agentes políticos y sociales. Por otra parte, la situación de la economía había variado mucho. La crisis había pasado y era el momento de que los trabajadores participasen de la tarta. En todo caso, él no había cambiado, en clara alusión a que eran los otros los que habían evolucionado. Lo cual resultó totalmente cierto, eran el Gobierno y la Ejecutiva del PSOE -además, en consonancia con otras formaciones socialistas europeas-, los que habían abandonado la socialdemocracia para asumir lo que se llamó el “social liberalismo”. No es que Nicolás Redondo se hubiese echado al monte. Él permaneció siempre en la socialdemocracia. Solo hay que leer sus discursos, o las entrevistas, comenzando por las dos citadas.
En los aledaños del Gobierno y de la Ejecutiva del PSOE no se terminaban de creer la nueva situación. No entendían que un sindicato socialista declarase una huelga general a un gobierno también socialista. Así que acuñaron una explicación simplista y pedestre. Todo se debía al resentimiento de Nicolás Redondo porque en Suresnes no se le nombró secretario general, sino que fue Felipe González el designado. La interpretación entraba dentro de la campaña de desprestigio y descrédito que precedió a la huelga. No obstante, la teoría era sin duda descabellada, la trayectoria de Nicolás dejaba bien claro que él siempre había apostado por la actividad sindical, y fue él además el que hizo posible -en contra, por ejemplo, de Pablo Castellano- el nombramiento de Felipe González. En cualquier caso, resulta esclarecedor lo que solía afirmar Nicolás cuando se le hablaba de Suresnes. Manifestaba que él facilitó el nombramiento de Isidoro, no de Felipe González, queriendo indicar con ello que no reconocía al Isidoro de otras épocas en el Felipe González de ahora.
Es de sobra conocido el éxito que tuvo la huelga general. Creó un modelo para la acción sindical aun fuera de nuestras fronteras. Hizo tambalearse al Gobierno, le obligó a pactar y se consiguió gran parte de las reivindicaciones sociales. En el aparato del PSOE y en el Gobierno no se aceptó nada bien la derrota. Calificaron la huelga de política, lo que estaba muy alejado de la realidad; aunque hay que reconocer que la excepcional mayoría con que contaba el partido socialista originó que apenas tuviese oposición política y que algunos, muy a pesar de la voluntad y del deseo de Nicolás Redondo, atribuyesen ese papel a la contestación sindical.
Hay quienes fueron más allá, manifestando así la agresividad y el resentimiento que se originaron en los altos estratos del partido y del Gobierno contra Nicolás. Carlos Solchaga atribuyó la pérdida por parte del PSOE de las elecciones de 1996 a las críticas deslegitimadoras de UGT, como si el partido socialista no hubiese hecho suficientes méritos para cosechar por sí mismo el fracaso.
Almunia abominó de la nueva situación creada y se preguntaba: “Quién es Nicolás Redondo para decirnos lo que es y no es de izquierda, cuando él se ha quedado viejo y muy antiguo para definirla”. Y Javier Solana, en la misma línea, reprochaba a Nicolás que por frustración y por envidia no hubiese sabido adaptarse y hubiese querido mandar en Felipe.
En realidad, los que no habían sabido adaptarse a la nueva situación eran ellos, que continuaban pensando que la labor del sindicato debía reducirse a ser un instrumento de la actuación política del partido. El mérito de Nicolás consistió en que, gracias a él y a los que con él colaboraron, se consagró una nueva doctrina sindical basada en los dos principios básicos, la autonomía sindical y la unidad de acción. Sus líneas fundamentales quedaron materializadas en su intervención en el XXXV Congreso, de abril de 1990. A partir de entonces, apareció de forma clara que la acción sindical era distinta de la acción política. Ser sindicato de clase no significaba ser cautivo de un partido. Es más, el sindicato debía ser transversal y estar abierto a los militantes de todas las formaciones políticas, aunque manteniendo siempre una inclinación a favor de los trabajadores y de las clases bajas.
A pesar de que a nivel teórico esta doctrina parece consagrada, la tentación a la involución surge tan pronto gobierna una formación de izquierdas. La tendencia a cobijarse bajo las alas protectoras del gobierno puede ser demasiado fuerte; la comodidad, grande, y nadie garantiza que tanto en el ejecutivo como en el sindicato no haya etapas en las que se desee la involución. La actuación de Nicolás Redondo y de todos los que le acompañaron puede servir de ejemplo para que el retroceso no se produzca o, al menos, no se consolide.
republica.com 4-1-2024
Nadia Calviño, en un acto del Partido Socialista gallego, al más puro estilo mitinero -lo que quizás no cuadra mucho con una futura presidenta del Banco Europeo de Inversiones (BEI)-, gritó: “Hay que respetar las instituciones. Es de primero de democracia. Cuando el presidente del gobierno llama a alguien para que vaya a la Moncloa, se va. Feijóo está ya llegando tarde”. Si tú me dices ven, lo dejo todo, como en el bolero, o en los versos de Amado Nervo. Bien es verdad que en el orden práctico quizás Feijoo debería ir a Waterloo o a Ginebra a entrevistarse con Puigdemont, que parece ser el que manda en España. Tan es así, que Sánchez reconoce que a lo mejor se ve obligado a entrevistarse con el prófugo antes de la amnistía. Él, simplemente se atreve a expresar un deseo, que preferiría que fuera después.
Calviño en ese mitin quizás estaba pensando en ella misma, cuando acudió presta, casi corriendo, al llamamiento de Sánchez para ser ministra de Economía, sin importarle demasiado que iba a pertenecer a un gobierno Frankenstein, es decir, nombrado por golpistas y filoetarras, y que eso aparecería siempre como un baldón en su carrera, por muchos puestos que con su ayuda escalase en la vida profesional.
En realidad, parece que su objetivo era retornar lo antes posible a la Unión Europea como comisaria. La contrariedad consistió en que se cruzó por medio Borrell y ambos nombramientos resultaban incompatibles. En su carrera, siempre estuvo dispuesta a lanzar la candidatura a los puestos internacionales. Primero fue al Comité Monetario y Financiero Internacional del FMI; más tarde, a la presidencia del Eurogrupo. En ambas ocasiones, sin éxito. A la tercera -más bien a la cuarta- ha sido la vencida, la presidencia del BEI. Alegría grande para Calviño, pero también para Sánchez que, no contento con colonizar las instituciones españolas, considera un triunfo de su Gobierno colocar a uno de los suyos en algún puesto internacional.
Pero en política exterior las cosas funcionan de otra manera. Los nombramientos no se realizan por la valía y capacidad del candidato. En ese aspecto no hay demasiada diferencia con los nombramientos nacionales. Tampoco interviene la valoración que se tenga del gobierno proponente. Cuenta, sobre todo, la importancia relativa del Estado de origen y principalmente las contrapartidas que este pueda ofrecer a los otros Estados o a la propia organización. Así ocurrió en el pasado, en 2012, con la ministra de Igualdad de Zapatero, Bibiana Aído, que fue nombrada asesora especial de la ONU gracias a ser España uno de los países que más donó (200 millones de euros) entre 2006 y 2012 a ONU mujeres.
La designación de Calviño ha venido rodeada de asuntos bastante sospechosos, que inducen a pensar que el invento nos va a salir un poco caro. Por una parte, las cesiones en la financiación de Siemens Gamesa en favor de Alemania y la promesa a Francia de flexibilizar la posición de España en el tema de la energía atómica, amén del compromiso de la futura presidenta de que el BEI financiaría proyectos de este tipo de energía.
Por otra parte, y sobre todo, la pérdida de toda posibilidad de que la Agencia antiblanqueo de la Unión Europea se estableciese en Madrid, con lo que se renuncia a una inversión de muchos cientos de millones de euros y a la generación de más de 1.000 empleos directos. Es muy posible que lo que se quiere vender como una buena noticia para España no lo sea tanto, especialmente porque, en contra de lo que se dice, el nombramiento apenas va a repercutir en nuestro país.
La todavía ministra está contenta, ha logrado ese objetivo que se había fijado cuando acudió a la llamada del presidente del Gobierno en ese primer curso de democracia. Todo tiene un precio. A lo largo de estos años ha tenido que aprender mucha más democracia, la trazada por Sánchez en su realidad paralela. Ha sido una buena alumna en la representación y día a día nos ha ido mostrando un panorama económico que muy poco tenía que ver ni con los hechos ni con los datos.
Al escribir en estos últimos meses un libro que acabo de entregar a la editorial El viejo topo, dedicado a analizar desde casi todos los ángulos estos cuatro últimos años aciagos, me he dado cuenta de hasta qué extremo la ministra de Economía (y por supuesto también todo el Gobierno) no ha perdido ocasión para presentar en un tono absolutamente triunfalista un panorama idílico totalmente alejado de la realidad. Ha calificado a nuestra economía de robusta, la locomotora de Europa; incluso, copiando el lenguaje cheli de Sánchez, nos ha dicho que va como una moto.
Importaba poco no acertar en las previsiones. Ello no minoraba lo más mínimo su jactancia y suficiencia. Este periodo, lejos de caracterizarse por la prosperidad y la bonanza que ha venido describiendo en todo momento la ministra de Economía, han sido cuatro años perdidos. Nos hemos empobrecido. En este lapso de tiempo, la renta per cápita no solo no ha crecido, sino que se ha reducido casi un 4 %.
Se nos dirá que han sido tiempos malos, la epidemia, la guerra, etc. Lo cual es cierto, pero las circunstancias desfavorables han afectado a todos los países. Esta variable, tanto en la eurozona como en la Unión Europea, no solo se ha recuperado, sino que también se ha incrementado un 1 % respecto a los niveles previos a la epidemia. El mismo comportamiento han experimentado las rentas per cápita de Italia y de Francia. Incluso en Alemania, a pesar de ser sin duda al Estado que por su proximidad y dependencia de Rusia más le está afectando la crisis, hoy por hoy se mantiene.
La evolución ha sido mucho mejor en otros países como Portugal (3%), o Grecia (7%) y no digamos en los países que no pertenecen a la Unión Monetaria: Dinamarca y Suiza (4%), Polonia (6%), Hungría (8%), Bulgaria (11%), Rumania (15%). No parece que a estas economías les vaya tan mal fuera de la eurozona. Es una cuestión que sin duda nos deberíamos plantear, pero ello daría para otro artículo.
Como no podía ser de otro modo, la evolución del PIB se encuentra en consonancia con estos datos. España ha sido el país de la Unión Europea que ha tardado más en alcanzar el nivel previo a la epidemia. Según los datos de Eurostat, la eurozona en su conjunto lo logró en el tercer trimestre de 2021, y en ese mismo momento lo lograron Grecia, Austria y Bélgica. La Unión Europea en su conjunto llegó a ese valor en el cuarto trimestre de 2021. Y en idéntica fecha lo recobraron Italia y Francia; Portugal y Alemania en 2022 (primer y segundo trimestre, respectivamente). Holanda es el país que antes lo consiguió, en el tercer trimestre de 2020.
Poco antes de las elecciones generales, el INE había facilitado el dato provisional del crecimiento del PIB en el primer trimestre de 2023, un 0,5 %, con lo que esta variable no alcanzaba el nivel de finales de 2019. El Gobierno quería anunciar antes de los comicios que España había logrado ya esa meta. Es muy probable que por esa razón, al ofrecer el dato definitivo, se elevó al 0,6 %, con lo que el PIB se situaba en el 99,9 % de la cuantía que tenía en el cuarto trimestre de 2019. Ese uno por mil de diferencia se consideraba insignificante (aunque represente alrededor de 1.300 millones de euros); y así, la ministra de Economía pudo salir triunfante a la palestra a proclamar que la economía española se había situado ya a los niveles precovid.
A finales de septiembre de 2023, el INE revisó las tasas de crecimiento de 2021 y 2022, pasando del 5,5 % al 6,4 % para el primero y del 5,5 % al 5,8 % para el segundo. Incrementos sorprendentes y desproporcionados. Con los nuevos datos, ¡oh, casualidad!, se alcanzó justamente el nivel de 2019 al final de 2022. Mucha casualidad, desde luego, cuando Calviño había cambiado hacía tiempo al director general del INE, porque según parece no era suficientemente complaciente con los deseos del Gobierno. No obstante, eso no cambia nada porque, como se ha señalado, la mayoría de los países habían conseguido ese objetivo mucho antes.
En su cháchara acerca de lo bien que iba la economía española, el Gobierno se ha escudado principalmente en los datos de paro. Datos amañados al no contemplar durante mucho tiempo, entre otros, a los trabajadores en ERTE como parados y después de la reforma laboral, a los fijos discontinuos. Las cifras oficiales ofrecidas por el Gobierno son totalmente incongruentes con la evolución tanto del PIB como de la renta per cápita. En realidad, después de tantos equívocos, cambios y tergiversaciones, el único dato que se puede acercar a la realidad es el de horas semanales trabajadas. Según Eurostat, esta variable no ha recuperado los niveles de 2019 hasta junio de 2023.
El discurso fatuo y jactancioso de la aún ministra de Economía se ha basado también en las cifras de inflación, centrándose en aquellos momentos en que las de nuestra economía estaban por encima de la media. Hay que considerar que los incrementos de los precios son acumulativos, por lo que no pueden circunscribirse a un mes ni a un año. Se precisa contemplar, al menos, el periodo transcurrido desde el comienzo de la crisis hasta hoy. Si en algunos momentos nuestra inflación ha sido más elevada que la media, en otros se ha producido el fenómeno inverso. Precisamente durante los últimos meses nuestros precios se están incrementando a mayor ritmo que los de la eurozona.
En cualquier caso, el dato más relevante para la mayoría de los ciudadanos estriba en la relación precios-salarios, y aquí volvemos a situarnos en una mala posición. Según la OCDE, nuestro país está a la cabeza de la pérdida de poder adquisitivo. Incluso en Italia y en Alemania, con tasas de inflación más elevadas, los salarios reales se han reducido menos que en España.
No obstante, con todo, al juzgar la negligencia y la ineptitud de este Gobierno en la aplicación de la política económica las encontramos en mayor medida no tanto en los resultados obtenidos -de los peores de toda la eurozona-, sino por los recursos públicos que ha destinado, mucho más cuantiosos que los de los otros países. Estos tienen su origen, en primer lugar, en los fondos europeos de recuperación (no deja de ser paradójico que a pesar de ellos, España haya sido el país que, con mucho, más ha tardado en recuperarse) y, en segundo lugar, en el incremento ingente del endeudamiento público adquirido durante estos años, que minora el patrimonio de todos los españoles.
Hace unos días, creo que fue en Espejo público, Calviño dio una vez más muestras de un discurso torticero, y de su intención de dar gato por liebre. Afirmó que habían reducido el endeudamiento público un 15 %, para añadir a continuación -como si la cosa no tuviese importancia- “desde el nivel más alto”. Es decir, que tomaba como referencia el segundo trimestre de 2020 en plena pandemia en el que el PIB se había reducido un 22 %, con lo que cualquier magnitud relacionada a esa variable tenía que elevarse a los cielos. Es una prueba más de cómo el Gobierno falsea los datos.
La realidad, por el contrario, es muy otra, el endeudamiento público desde 2019 ha crecido en más de un 15 % del PIB, porcentaje muy superior al experimentado por la casi totalidad de los países europeos: el de Grecia, 5 %; Portugal, 3 %; Holanda, 3 %; Alemania, 7 %; Austria, 9 %; Bélgica, 10 %, y Francia e Italia, 14 %, etc. La media de la eurozona se ha situado en el 9 %.
Como se puede observar cuando se analizan los datos con cierta seriedad, la realidad económica que nos deja Calviño al marcharse está muy lejos de ese país de las maravillas que continuamente nos ha descrito. Lo malo es que también nos deja a Sánchez, y lo que viene puede ser aun peor. ¿Tierra firme? Tierra quemada.
republica.com 28-12-2023
Si he de ser sincero conmigo mismo, tengo que reconocer que mi postura política -creo que de izquierdas, aunque uno no sabe ya si soy de los míos- ha estado mucho más marcada por un intento de mantener la coherencia intelectual que por ninguna otra motivación ética, altruista, etc. No puedo sufrir las contradicciones. Por eso me he posicionado siempre en contra del neoliberalismo económico. Me repugnan las falacias y los sofismas de un discurso que, bajo la apariencia de argumentos técnicos, esconde solo intereses económicos. Creo que con el sanchismo me ocurre algo parecido. Su relato se funda en la incoherencia y pretende dar gato por liebre.
Sintomático de lo anterior es su argumentación acerca de la amnistía. Esa amnistía que, según el nuevo ministro de Transportes, va a ser de penalti, aun cuando la quieren mucho. Por eso el discurso sanchista es tan paradójico. Por una parte, afirman que es imprescindible para restablecer la concordia y el entendimiento en Cataluña; pero cuando se les objeta que entonces cuál ha sido la razón de no haberla incluido en el programa electoral, cambian de vía y mantienen que a veces hay que hacer de la necesidad virtud, y que era una de las condiciones indispensables para constituir un gobierno de progreso.
Acuden a una u otra fórmula, según les conviene, aun cuando ambas son incompatibles entre sí. En algunos casos como el de Patxi López, en el Congreso, echa mano de las dos, no obstante ser contradictorias. Tan pronto afirmaba que la razón radicaba en superar la confrontación en Cataluña como alegaba que el motivo tenía que ver con lo pactado con sus socios.
No merece la pena que nos detengamos en el primer punto. Es bien sabido que los soberanistas son insaciables y que las cesiones les hacen cada vez más fuertes y les animan a exigir más y más privilegios y medios. Lejos de pacificar, se incrementa la crisis. Resulta evidente que de ninguna manera el PSOE hubiera aprobado la amnistía si no constituyese el precio, entre otros, que haya sido obligatorio pagar para la investidura, es decir, para que Sánchez y sus adláteres se mantengan en el gobierno.
Y aquí comienza el problema, porque dicho así resulta muy duro, suena a corrupción y a cohecho. Hay que revestirlo, camuflarlo. Calviño ha declarado refiriéndose a la amnistía: “Lo que a uno le pide el cuerpo a lo mejor no se corresponde con lo que es mejor para el país”. En realidad, lo que está pensando es que no sería compatible con haber sido ministra y haber conseguido por tanto la presidencia del Banco Europeo de Inversiones (BEI); pero, como eso es muy rastrero, hay que poner por medio el interés del país y de España. Y ahí aparece Vox, y su utilización.
Sin Vox, Sánchez no sería nada o por lo menos sería algo muy distinto de lo que hoy es. Gracias a Vox, es presidente del Gobierno y parece que gracias a Vox va a continuar siéndolo durante mucho tiempo. Los extremismos siempre son malos y normalmente consiguen los objetivos contrarios a los que persiguen. El origen de Vox se encuentra en el PP, en la parte más montaraz del Partido Popular que, frente al sectarismo de Zapatero, quería la revancha. Consideraban que la política de Rajoy, basada en buena medida en la moderación y el centrismo, no saciaba sus ansias de desquite. Y lo que han conseguido es a Sánchez, y constituirse en la mejor baza que tiene para seguir en el gobierno.
Si Vox no hubiese existido como partido, los resultados de julio habrían sido muy distintos. Con la actual ley electoral, la división en formaciones políticas diversas conlleva que el mismo número de votos se traduce en un menor número de escaños. Pero la utilización que Sánchez ha hecho y quiere seguir haciendo de Vox va mucho más allá. Ha pretendido -y en parte lo ha logrado- que muchos ciudadanos vean a este partido como un monstruo que va a quitarles todos sus derechos civiles, políticos y económicos. Lo ha anatematizado e intenta que cualquier pacto que el PP pueda hacer con él aparezca como un atentado contra la democracia.
Me encuentro con amigos y con muchas personas a las que tengo en alta estima, que están dispuestos a pasarle todo a Sánchez, hasta los mayores disparates democráticos con tal de que Abascal, como dicen ellos, no llegue a la vicepresidencia del Gobierno. Lo cierto es que Vox no está haciendo mucho para deshacer este discurso torticero; más bien al contrario, parece que les agrada esa leyenda negra. Se lo están poniendo bastante fácil a Sánchez. En mi opinión, uno de los defectos más llamativos de esta formación política se encuentra en la chulería de muchos de sus dirigentes, casi fanfarronería, que a menudo les hace antipáticos.
Vox da señales de que se sienten a gusto con el papel que se les está asignando. Han tendido a plantear de forma provocadora los problemas más polémicos. Sus dirigentes a menudo han actuado se diría que satisfechos, como enfants terribles. Da la impresión de que se sienten orgullosos de ello. Continuamente, con dichos o hechos histriónicos, facilitan la coartada del sanchismo. Buena prueba de ello fue la forma montaraz y caprichosa en que entablaron las negociaciones para formar gobierno en algunas de las comunidades autónomas.
La irresponsabilidad de Vox y la insensatez de algunos de sus dirigentes no hace, sin embargo, más verídico ni convierte en menos tramposo el discurso de los sanchistas. Este comenzó con las elecciones andaluzas de 2018. Esa misma noche, después de los comicios, la propia Susana Díaz, tras comprobar que iba a perder la Junta, proponía (después ratificada por Ábalos) un cordón sanitario alrededor de Vox. El culmen de la ridiculez y del desatino en ese afán histérico de aislar a Vox llegó cuando afirmó que, si no computamos a la extrema derecha, la izquierda había ganado las elecciones andaluzas. Algún chistoso apostilló aquello de si no computo las patatas fritas, la hamburguesa, la coca-cola y el helado, hoy he comido ensalada.
Susana Díaz calificó a Vox de partido inconstitucional y anatematizaba todo posible pacto con esta formación política, incluso el hecho de apoyarse en sus votos para llegar a la presidencia de la Junta. La entonces ministra de Justicia, Dolores Delgado, utilizó el mismo apelativo para designar a Vox mientras negaba tal calificación a los golpistas. Todo ello unos meses después de que Sánchez, con el único objetivo de llegar a ser presidente del gobierno, no tuviera reparo alguno en gobernar con todos aquellos que de una u otra forma ponían en solfa la Constitución.
Debería aceptarse sin demasiados problemas que ni las personas ni las formaciones políticas pueden ser calificadas de inconstitucionales por el simple hecho de discrepar de alguna o de muchas disposiciones constitucionales; incluso ni siquiera por que mantengan entre sus objetivos modificarla, siempre que el cambio se pretenda hacer por los procedimientos establecidos en la propia Constitución. De lo contrario, serían muchas las personas y la gran mayoría de los partidos a los que habría que tildar de inconstitucionales, puesto que al que más y al que menos no le satisface algún aspecto de la Carta Magna y desearía que se modificase.
El término inconstitucional deberíamos reservarlo para los que pretenden cambiarla prescindiendo de los procedimientos legales que la propia Constitución señala, es decir, desde la fuerza. El calificativo, por tanto, les cuadra a los nacionalistas catalanes no en cuanto independentistas, sino en cuanto golpistas. Incluso, el resto de los socios de Sánchez se mueven en una cierta ambigüedad; al menos, se sitúan en el filo del marco constitucional cuando defienden los referéndums de autodeterminación de las distintas partes de España.
Por muy mala opinión que se tenga de Vox, nadie puede decir de ellos que han dado un golpe de Estado o que defienden la violencia política, o que proponen de forma ilegal un cambio de la Constitución o que sus principales dirigentes están huidos de la justicia. Parece ser que están en contra del Estado de las Autonomías, pero igual que otros muchos españoles, cada vez en mayor número, que lo juzgan el mayor error de la Transición y de nuestra ley fundamental. Puede ser que tengan razón, aunque bien es verdad que su desaparición, hoy por hoy, es una demanda sin ninguna posibilidad de prosperar.
Que yo sepa, ni la ley de violencia de género ni la de la memoria histórica están en la Constitución y, desde luego, no constituyen dogmas de fe que no se puedan cuestionar en algunos de sus planteamientos. En política, tan lícito es defenderlas como criticarlas. Cada partido político puede llevar en su ideario lo que juzgue conveniente. En España permitimos incluso entrar y permanecer en el juego político a las formaciones que declaran entre sus objetivos la independencia de una parte de España. Otra cosa es si deberíamos admitirlas cuando su programa enuncia claramente su voluntad de delinquir, por ejemplo, de perpetrar un golpe de Estado.
Los sanchistas y su brigada mediática se esfuerzan en presentar a Vox también como una amenaza contra las mujeres. Estar en contra de las listas cremallera o defender que a igual delito corresponda la misma pena no parece que represente un ataque al género femenino. Son opiniones tan respetables como las contrarias. Hay muchas mujeres que defienden estos postulados. No obstante, lo que sí es cierto es que Vox hace de ello un problema casi metafísico, con lo que ayuda al relato tendencioso de Sánchez. Se pierde en un debate nominalista acerca de si se trata de violencia de género o violencia doméstica, en lugar de reducirlo a una cuestión de derecho penal. No existe ninguna razón para tildar de homófobos a los concejales de una corporación municipal por el hecho de que consideren inapropiado que la bandera LGTBI (al igual que cualquier otra que no sea oficial) ondee en un edificio público, ni es lógico afirmar que tal planteamiento viola los derechos de los homosexuales.
Estos hechos y otros parecidos han dado ocasión a que, exagerándolos, el sanchismo haya elaborado acerca de Vox una leyenda negra. Al margen de que esta formación defienda posiciones más o menos equivocadas, no es desde luego razonable que se la quiera comparar con los defensores del terrorismo, con los golpistas o con los prófugos de la justicia.
Vox mantiene, a mi entender, muchos planteamientos retrógrados, como ese fundamentalismo religioso que chirría, pero en España el fundamentalismo de toda clase abunda. En materia económica es rabiosamente liberal, pero si fuera por eso casi ningún partido pasaría la criba. Defiende un tipo único en el IRPF, aunque tampoco en ello es original, de hecho, ya lo propuso el PSOE de Zapatero con Jordi Sevilla y Carlos Sebastián hace bastantes años. Los sanchistas tildan a Vox de extrema derecha, lo que es una obviedad, ya que si nos empeñamos en ordenar el arco político de izquierda a derecha (aunque está bastante complicado, dado el lío existente) alguna formación tendrá que situarse en el extremo de la izquierda y alguna otra en el extremo de la derecha, pero que sean extremos no quiere decir que haya que aislarlos o considerarlos tabú.
Desde luego yo no los votaría nunca y no deseo verlos en el gobierno. Pero de eso a preferir a golpistas y filoetarras va un trecho. Sobre todo, cuando algunos de ellos son tan de derechas o más que Vox. Es inexplicable -más aún, el culmen del cinismo- que los sanchistas presenten cualquier pacto con esta formación política como un sacrilegio, al tiempo que se entregan en manos de un prófugo de la justicia y de los herederos de ETA, o confieren a Bildu el ayuntamiento de Pamplona.
Por otra parte, hasta ahora en los pactos establecidos no se ha producido ninguna de las hecatombes que el sanchopopulismo ha venido vaticinando. El primer apocalipsis se anunció en Andalucía ante el hecho de que Moreno Bonilla necesitase los votos de Vox para llegar a la Presidencia de la Junta, y fue de tal envergadura la catástrofe y tanto sufrieron los andaluces que tres años después eligieron al candidato del PP por mayoría absoluta. Salvando alguna que otra extravagancia y despropósito de cierto consejero, tampoco parece que se tambalee la Junta de Castilla y León, ni que hayan desaparecido los derechos humanos en la Generalitat Valenciana, incluso por ahora no ha surgido ningún caso como el de Oltra. Es más, hasta es posible que en Baleares muchos ciudadanos piensen que se les han devuelto derechos (por ejemplo, en cuanto al idioma) que se les estaban arrebatando.
Estos gobiernos tendrán éxitos y errores, gestionarán mejor o peor, su política estará tal vez lejos de la que algunos desearíamos, pero desde luego difícilmente se la puede excomulgar del sistema político. Los pactos del PP con Vox pueden no gustar, pero no hasta el punto de preferir los realizados con un prófugo en Bruselas y en Ginebra bajo la mediación de un relator latinoamericano, o los efectuados con aquellos que consideran a los reclusos etarras como “sus presos”. No creo que el peligro mayor que acecha hoy al sistema democrático español se cifre en Vox, sino en ese gobierno Frankenstein que cada vez es más inquietante, que amenaza al Estado de derecho y a la igualdad de todos los ciudadanos. ¿Tierra firme? Más bien, tierra quemada.
republica.com 21-12- 2023
No hace aún seis meses que Rodríguez Zapatero, en un acto en San Sebastián en plena campaña electoral, sorprendió a todos con la profundidad de su pensamiento, afirmando que el infinito es el infinito y alguna otra lindeza parecida. Los primeros asombrados fueron los asistentes, solo había que ver sus caras. En segundo lugar, los medios de comunicación calificaron la intervención con los epítetos mas variopintos: extraña, sorprendente, surrealista, delirante, tremenda, peculiar y algunos otros más. Pienso que el pasmo, más que por el contenido, fue por los gestos un tanto distorsionados que acompañaron sus palabras.
Escribía yo entonces en estas mismas páginas que en realidad, si lo pensábamos bien, el hecho no era tan asombroso, lo que ocurría era que nos habíamos olvidado de cómo era Zapatero. Ahora que ha vuelto de Venezuela, el día a día nos está recordando quién es. Yo tengo que reconocer que nunca había borrado de mi memoria cómo era y, sobre todo, lo tremendamente desastroso que fue su gobierno.
Estos días en Coria del Rio (Sevilla) ha repetido un numerito parecido al de San Sebastián. Ha sido con ocasión de recibir el Premio 4 de diciembre, que otorga la Fundación Andalucía, Socialismo y Democracia y que preside el expresidente de la Junta Rafael Escuredo. De quien sí nos habíamos olvidado era del primer presidente socialista de la Junta de Andalucía. Creíamos que había abandonado por completo la política después de ese paseíllo por las puertas giratorias, dedicándose a la consultoría y las relaciones públicas (léase lobby). Cuentan las malas lenguas que Escuredo tenía un sistema muy original. En realidad, no hacía tráfico de influencias. Solo lo aparentaba. Ante cualquier demanda de su intercesión para conseguir algún favor administrativo, sugería al peticionario que no se preocupase, que hiciese formalmente la solicitud, que en principio no cobraba nada, solo lo haría si la gestión tenía éxito. Se limitaba a esperar la solución del asunto por las vías ordinarias. Si el resultado era negativo se reducía a decir que no había podido ser; si era positivo, presentaba la minuta.
Pero retornemos a Zapatero. Sus correligionarios, con Escuredo y Espadas a la cabeza, le han entregado el Premio 4 de diciembre. La distinción rememora cómo en esa fecha hace muchos años, Andalucía se echó a la calle para proclamar que no estaba dispuesta a ser menos que Cataluña, País Vasco o Galicia. Un poco más y le dan la Galardón a Sánchez. Porque tanto él como Zapatero lo que defienden ahora es todo lo contrario: establecer la supremacía de Cataluña sobre el resto de las comunidades. Todo muy coherente. No sé cómo a los socialistas andaluces no se les cae la cara de vergüenza por mantener un premio con ese título y, sobre todo, por otorgárselo a Zapatero.
En su alocución en Coria del Río, con gestos y poses parecidos a los de San Sebastián, Zapatero hizo una defensa cerrada del Gobierno de Sánchez, y en esta ocasión su discurso metafísico dejó al margen el infinito y se centró en los partidos políticos. Sus agudas observaciones giraron acerca de lo importantes que son, y en proclamar y defender su libertad para juntarse con quien quieran, cómo y cuando quieran.
Es una pena que, así como Jordi Sevilla le enseñó en dos días economía, no hubiera alguien que se hubiese prestado a darle algunas lecciones de antropología, incluso de teoría política, porque nadie es libre totalmente. Empezando por la limitación que nos impone la misma naturaleza, y continuando por la que también establece la sociedad, que para garantizar la libertad de todos necesita recortarla. De lo contrario se caería en la anarquía. Mi libertad termina donde comienza la libertad de los demás y mi puño finaliza allí donde están situadas las narices del vecino. La libertad de asociación debe estar asegurada, pero cuando la reunión es para delinquir tiene que actuar el Código Penal.
El mismo Zapatero ponderó lo importantes que son los partidos políticos, pero se olvidó de añadir su carácter público, no solo porque se financien en gran parte con subvenciones, sino porque son piezas esenciales del sistema democratico, luego sus acciones y actuaciones deben estar vigiladas y limitadas por el impacto que puedan causar en la sociedad.
De todas formas no deja de ser paradójico que Zapatero defienda con tanto ahínco la libertad absoluta de las formaciones políticas, cuando al mismo tiempo ese gobierno al que tanto ensalza aprueba de nuevo un proyecto de ley en el que se pretende imponer a los partidos la composición de sus listas electorales, sometiéndoles a la obligación de llevar en sus candidaturas al menos el cuarenta por ciento de mujeres. Eso sí que parece una limitación totalmente arbitraria en función de una determinada ideología, que no tiene por qué ser unánime en el sistema democrático.
Uno se plantea que, puestos a establecer cuotas, por qué no también para los homosexuales o incluso para los trans, y quizás con mayor razón, ¿por qué no para las personas con cualquier tipo de discapacidad? Y, llevado al extremo el argumento, por qué no imponer la exigencia de que en todas las candidaturas haya cuotas de ciudadanos de todas y cada una de las autonomías, con lo que habríamos terminado con los partidos nacionalistas o regionalistas. ¿Se puede obligar a las formaciones políticas a que no incorporen en sus listas a los que consideran más capaces sean cuales sean su género y demás condiciones?
Rodríguez Zapatero defendió que las amnistías traen siempre cosas buenas, y añadió que “lo diremos, lo recordaremos, lo afirmaremos, lo defenderemos, nos sentiremos orgullosos de este momento». Y continuó afirmando que esta amnistía llega a tiempo «para volver a empezar a compartir un destino con Cataluña, con el principio del entendimiento”. La visión profética no ha sido nunca su fuerte. Ahí está la crisis económica de 2008 que negaba. Parece que tampoco la sintaxis lo es.
Cataluña comparte desde hace muchos siglos un destino común con el resto de España. Incluso, si analizamos la historia reciente, el destino común aparece de forma evidente en la Constitución del 78, cuyo apoyo en la sociedad catalana fue de los más altos entre todas las autonomías. Si ahora hay que retornar, será porque en algún momento habrá existido una involución y ese instante no puede ser otro que cuando Zapatero con la mayor frivolidad gritó eso de “Pascual, yo prometo aprobar en España lo que traigas de Cataluña”, y propició que las Cortes diesen su aprobación a un estatuto claramente inconstitucional.
Zapatero se siente dichoso del momento actual y anunció la llegada -bajo la égida de Sánchez- de una nueva Arcadia llena de prosperidad, igualdad y con una justicia fiscal que va a ser la mayor de la historia. Él de justicia fiscal debe de saber mucho porque dijo eso de que bajar los impuestos es de izquierdas y propuso -¡menos mal que no llegó a ponerlo en práctica!- un tipo único para el IRPF. Eliminó el impuesto de patrimonio, vació en buena medida el impuesto de sociedades y protagonizó el suceso más bochornoso respecto a las Sociedades de Inversión de Capital Variable (SICAV).
No es el momento de explicar en qué consisten las SICAV, pero síde señalar que estas entidades se han convertido en el instrumento perfecto para que las grandes fortunas del país las utilicen con fraude de ley para administrar su patrimonio mobiliario, soportando un gravamen muy inferior al que les correspondería si empleasen una sociedad anónima común. La Agencia Tributaria inició en 2004 distintas inspecciones que dieron como resultado el levantamiento de actas a una serie de SICAV que se consideraban fraudulentas, elevando el gravamen desde el 1% pagado inicialmente hasta el 35%, tipo entonces vigente del Impuesto sobre Sociedades.
Tales actuaciones levantaron de inmediato todo tipo de reacciones y presiones encaminadas a arrebatar a la Inspección fiscal la competencia para decidir si una determinada entidad cumplía o no los requisitos para ser SICAV y entregársela a la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), cuya presidencia recaía entones en un amigo del ministro Pedro Solbes.
Prescindiendo de los recovecos seguidos en la consecución de esta finalidad, lo cierto es que, con el beneplácito de Rodríguez Zapatero, se aprobó en el Parlamento una enmienda presentada por ese partido tan progresista, que era CiU, por la que se despojaba de la competencia a la Inspección de Hacienda, cosa insólita, y se le atribuía a un organismo cuyas preocupaciones estaban ajenas a este objetivo y que tampoco contaba con medios para perseguir el fraude fiscal. Y, además, la medida se aprobaba con carácter retroactivo, con lo que se concedía una amnistía y se dejaban sin efecto las actas levantadas por la Inspección.
Ni que decir tiene que la CNMV no ha hecho una sola vez la menor intención de declarar fraudulenta a ninguna SICAV, y el Gobierno de Zapatero mostró así su voluntad no solo de mantener el régimen fiscal privilegiado de estas sociedades, sino también de permitir que tal beneficio se utilizase fraudulentamente a través de testaferros. Todo muy progresista.
Esperemos que no sea esta la justicia fiscal que anuncia el expresidente para el futuro, como tampoco que esa Arcadia feliz pletórica de prosperidad e igualdad que profetiza se parezca al panorama de pobreza y ruina que nos dejó su gobierno, al crear las condiciones para que se hundiese la economía y se hiciesen imprescindibles todo tipo de ajustes y recortes. Hemos olvidado ya que, aun cuando ahora se presenten como aliados y amigos, la revuelta de los indignados y el 15 M comenzaron estando él de presidente del gobierno.
Me temo, no obstante, que esa nueva etapa que anuncia Zapatero será aún peor. En el fondo él es tan solo el profeta, un precursor, y además naif, insustancial y frívolo. Otra cosa distinta es Sánchez. Lo que nos espera bajo su nuevo mandato puede ser infinitamente más oneroso y lóbrego. ¿Tierra firme? Tierra quemada.
republica.com 14-12-2023
Entre los mantras que maneja Pedro Sánchez se encuentra la cantinela de que España no se va a partir. A lo que habría que contestarle que España se encuentra ya dividida. En este caso no me refiero, aunque sería posible hacerlo, al ingente cisma que Pedro Sánchez ha originado políticamente en la población española, sino a la fractura económica que impera en el ámbito territorial. Existen autonomías de primera y de segunda, e incluso de tercera. España se encuentra dividida como lo está Europa, entre países del norte y del sur, y como en general se halla la sociedad puesto que las clases, como las meigas, haberlas haylas. La diferencia radica en que en estos últimos casos, al menos en lo que debería ser el discurso de izquierdas, se tiende a la igualdad; en el ámbito territorial, por el contrario, el Gobierno formado por Sánchez y sus aliados conspiran para crear más y más diferencias.
Los acuerdos de gobierno firmados por el PSOE, y aplaudidos por Sumar, con los independentistas vascos y catalanes presagian el incremento de los desequilibrios y las desigualdades. Sobresale en ellos la posibilidad de transferir el cien por cien de los tributos a la Generalitat de Cataluña. Desde hace tiempo constituye una reclamación que vienen presentando los independentistas catalanes, gozar de un régimen fiscal similar al del País Vasco y Navarra. No hay que olvidar que, épica aparte, el ‘procés’ se inició ante la negativa de Rajoy en 2012 a conceder este singular sistema de financiación a Artur Mas. Y el 30 de noviembre de 2017, el entonces primer secretario del PSC, Miquel Iceta, escribía un artículo en el diario El Mundo, en el que proponía la cancelación de la deuda que la Generalitat tenía con el Estado (entonces era de 52.499 millones de euros) y la cesión del cien por cien de los tributos a la comunidad autónoma catalana. Como se ve, no solo los soberanistas tiran al monte.
No está mal que antes que nada recordemos que el régimen fiscal que supone el cupo es totalmente anómalo en la doctrina financiera del siglo XXI. Difícil de explicar en Europa, ante cuyas autoridades el Gobierno español ha tenido que comparecer a menudo para defenderlo. Es un régimen más propio de la Edad Media (aunque haya sido actualizado durante las guerras carlistas), en el que la realidad jurídica no se basaba en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley sino en las concesiones, libremente otorgadas o arrancadas, del monarca. Cada territorio tenía sus fueros (privilegios). No existía un sistema fiscal universal propiamente dicho, sino que la Corona obtenía los recursos de cada territorio o ciudad (cupo), siendo luego las instituciones locales las encargadas de recaudar el gravamen entre los ciudadanos.
En 2017, cuando se aprobó por última vez la cuantía del cupo vasco, Margarita Robles arguyó en su defensa que el concierto es un hecho diferencial constitucionalmente reconocido. Tenía razón, pero también es verdad que, como todos los hechos diferenciales reclamados por los nacionalistas, pasan enseguida de hechos a privilegios. La sobrefinanciación, tanto del País Vasco como de Navarra, es un hecho, además de diferencial, irrefutable.
Existe, como es lógico, una cierta correlación entre la renta per cápita de las comunidades y el déficit o superávit de las llamadas balanzas fiscales, aun cuando el cálculo de estas mantenga siempre cierta relatividad. Es fruto de la política redistributiva del Estado, que debe concretarse también en el ámbito territorial. En la correlación de estas dos series, surge, sin embargo, una clara irregularidad, un hecho diferencial, podríamos afirmar. El del País Vasco y Navarra. Ocupan el segundo y tercer puesto en renta per cápita y, no obstante, ambos son receptores netos. Ciertamente en mucha mayor medida el País Vasco, que, según los últimos datos, presenta un saldo positivo superior al de Andalucía, Aragón, Cantabria, Castilla-La Mancha, Galicia, Murcia y La Rioja. ¿Cómo no hablar de injusticia?
Pero centrémonos en Cataluña y en la petición de los independentistas de copiar al País Vasco y a Navarra. En primer lugar, Cataluña es una de las regiones más ricas de España, la cuarta en renta per cápita. Su nivel económico privilegiado no deriva, al igual que ocurre con todas las regiones ricas, de la excelencia propia o de ocupar un lugar privilegiado en la historia, sino de múltiples circunstancias aleatorias, entre las que se encuentra el trato recibido del Estado, y el juego de mercado, por ejemplo, el consumo del resto de España. A su vez, esa situación económica aventajada la convierte por la aplicación automática de la política redistributiva del Estado en contribuyente neto, al igual que en el orden personal los ciudadanos de mayores rentas presentan también de manera lógica un saldo negativo entre lo que contribuyen al Estado y lo que de este reciben. En el ámbito catalán se confunde con frecuencia este déficit con una infrafinanciación, cuando no es tal, sino el resultado racional de los mecanismos redistributivos de la Hacienda Pública, que compensan el reparto injusto del mercado.
El hecho de que en estos años la Generalitat haya presentado un mayor déficit y un incremento mayor en el nivel de endeudamiento que las otras comunidades, no obedece a los defectos que puedan existir en el sistema de financiación autonómica, sino en el destino que cada una de ellas ha dado a los fondos públicos. Es una evidencia, aunque no sea fácil cuantificarlo por ahora dada la complejidad administrativa de la Generalitat, que el llamado ‘procés’ ha absorbido una cantidad ingente de recursos, no solo a través de los organismos y entes públicos creados en la Administración con la única finalidad de garantizar, como se decía, una estructura de Estado, sino también engrasando toda esa inmensa máquina de publicidad y propaganda que ha funcionado sin escatimar gasto para ese objetivo: favores a medios de comunicación nacionales y extranjeros, públicos y privados, embajadas, pago de lobbies, subvenciones a asociaciones, etc.
Por otra parte, no es ningún secreto que el presidente de la Generalitat percibe la retribución más alta de las cobradas por los restantes presidentes de las comunidades autónomas, en algún caso el doble, y mayor que la del propio presidente del Gobierno español. La gravedad no se encuentra tanto en este dato aislado, sino en que, como es lógico suponer, ese alto nivel retributivo se extiende hacia abajo a toda la pirámide administrativa, consejeros, directores generales, etc., hasta el último auxiliar administrativo. Es pública y notoria la diferencia retributiva entre los Mossos d´Escuadra y la Guardia Civil y la Policía Nacional. Pero me temo que eso mismo se podría afirmar de casi todos los empleados públicos.
Es preciso tener en cuenta que en el tema de la financiación autonómica no hay nada gratuito. El dinero que se destina a una comunidad no se destina a otras, bien directamente o bien detrayéndose del presupuesto del Estado, que afecta a todas las comunidades. Es un sistema de suma cero. Con lo que en esta materia no debería haber negociaciones bilaterales sino multilaterales, de todas las comunidades.
La cesión del cien por cien de la recaudación a las autonomías, es decir, que los recursos recaudados por los impuestos en una comunidad se queden en ella, significaría la ruptura de la función de redistribución del Estado en el ámbito interregional, porque no habrá fondo que pueda compensar el desequilibrio creado. La redistribución únicamente se ejercería entre los ciudadanos de cada comunidad autónoma. Lógicamente serían las regiones ricas las que saldrían altamente beneficiadas, mientras constituiría un desastre económico para las menos favorecidas. Por eso lo reclaman los independentistas catalanes. Qué diríamos si Amancio Ortega, Rafael del Pino, Juan Roig o las Koplowitz dijesen algo así como “deseo más autonomía, yo me quedo con mis impuestos y me hago cargo de sufragar mi sanidad, mi pensión, la educación de mis hijos, etc. Eso sí, no pido nada para mí que no pida para los demás, el barrendero también puede hacer lo mismo”.
Así ocurre en la Unión Europea, en la que no se aplica ninguna política redistributiva entre países. Es lo que algunos criticamos de ella y lo que parece que censuraban también gran parte de los que ahora se prestan a aplicar los mismos parámetros dentro de España entre las comunidades autónomas. He ahí la enorme contradicción. Todo por siete votos.
Existe bastante paralelismo entre la situación fiscal de Europa y las aspiraciones soberanistas de Cataluña. Así lo ve Thomas Piketty en su obra “Capital e ideología”: No hay ninguna duda que la politización de la cuestión catalana habría sido totalmente distinta si la Unión Europea contara con un presupuesto federal europeo, como es el caso de Estados Unidos, financiado por impuestos progresivos sobre la renta y sobre las sucesiones a nivel federal. Si la parte esencial de los impuestos por las rentas altas catalanas alimentara el presupuesto federal como es el caso en Estados Unidos, la salida de España tendría un interés limitado para Cataluña desde el punto de vista económico. Para huir de la solidaridad fiscal, habría hecho falta huir de Europa con el riesgo de ser excluido del gran mercado europeo, lo que tendría un coste redhibitorio a ojos de muchos catalanes independentistas”.
Implantar el sistema del cupo en Cataluña conllevaría también la transferencia de la capacidad normativa. Esa competencia la tienen ya, aunque limitada, las autonomías con respecto a los tributos propios y cedidos, lo que constituye un problema. Problema que adquiriría mayores proporciones si se ampliase la cesión, puesto que se crean presiones fiscales diferentes según donde uno viva y, lo que es peor, se establecería una competencia desleal entre las comunidades, el llamado dumping fiscal, que daña la recaudación y la progresividad de los impuestos. En Europa lo estamos sufriendo entre países, pero reproducirlo a nivel regional es nefasto. No creo que sea la medida más adecuada para ser defendida por la izquierda. La paradoja se encuentra en que ha sido la Generalitat la que más ha protestado contra unas autonomías (principalmente Madrid) porque aplicaban su capacidad normativa en los tributos propios.
El resultado sería también funesto para la administración fiscal. Trocear la Agencia Tributaria crearía el caos en la gestión de los tributos y obstaculizaría gravemente la lucha contra el fraude y la evasión fiscal. Se dirá que todo esto ocurre ya con el País Vasco y Navarra. Y es verdad, pero un error no se corrige con más equivocaciones. Hay que tener en cuenta que Cataluña tiene mucha más importancia relativa. Su PIB es el 20 % del PIB nacional.
No se puede olvidar tampoco que las autoridades de una de las comunidades autónomas más ricas han utilizado el inmenso poder que les concedía estar al frente de la Administración autonómica para crear toda una estructura sediciosa capaz de subvertir el orden constitucional y romper la unidad del Estado. La amenaza ha sido tanto mayor cuanto que Cataluña es una de las comunidades con mayores competencias. El peligro está lejos de disiparse, por lo que no parece demasiado acertada la política de conceder cotas de autogobierno más elevadas, más medios, para que en otro momento se puedan volver contra el Estado y, entonces sí, tener éxito. La estrategia debería ser más bien la de limitar en la medida necesaria las competencias de la Generalitat para que nunca más se pueda repetir un hecho tan aciago. Un factor que ha contribuido decisivamente al fracaso de la supuesta república independiente es la ausencia de una hacienda pública propia. Sin ella, resulta muy difícil, por no decir casi imposible, cortar lazos con el Estado. El dinero manda. Es por tanto disparatada la propuesta de ceder la gestión y la recaudación de todos los tributos a la Generalitat.
Los empresarios catalanes han jugado siempre a la ambigüedad. Muchos de ellos han sido cómplices del nacionalismo. Mientras todo se reducía a gritar que España nos roba y obtener así prebendas y privilegios frente a otras comunidades, estaban de acuerdo y colaboraron con entusiasmo, por la cuenta que les traía. No obstante, se asustaron cuando vieron que el tema iba demasiado lejos, que se rompía la legalidad y ello podía acarrear consecuencias económicas muy graves. Hace tiempo que Sánchez Llibre, mostró ya por dónde iban sus inclinaciones: nada de independencia, pero sí un nuevo estatuto. Insinuó que el problema podría terminar y los secesionistas conformarse si en ese estatuto se reconociese a Cataluña como nación y se dotase a la Generalitat de un sistema de financiación similar al que disfrutan el País Vasco y Navarra.
No tiene nada de extraño que el empresario catalán piense así. Lo que sí parece más raro, si no estuviésemos curados de espanto, es el silencio de las organizaciones sindicales ante un proyecto que va a incrementar más y más las diferencias entre regiones y que, como es lógico, se traducirá en una mayor desigualdad entre los ciudadanos.
Dotar a Cataluña de un sistema de financiación parecido al del País Vasco y Navarra sería catastrófico. Ampliaría las múltiples distorsiones que produce el concierto existente con estas dos últimas autonomías, y cuya legalidad nunca se debería haber introducido en la Constitución. El cupo catalán dañaría gravemente la política redistributiva del Estado en el plano territorial, y se dotaría a los secesionistas de un instrumento esencial, una hacienda pública propia, para aumentar sus probabilidades de éxito en una nueva intentona golpista.
republica.com 7- 12- 2023