Sánchez nos ha obsequiado con otro de esos numeritos a los que nos tiene tan acostumbrados. En esta ocasión ha contado con la colaboración de la líder de Sumar, formación que se ha convertido en la prolongación de PSOE. ¿Dónde han quedado los tiempos de la casta? Los medios de comunicación se han apresurado a comparar este acto con el celebrado con una finalidad similar hace aproximadamente cuatro años. Entonces quien concelebraba con el presidente del Gobierno no era Yolanda Díaz, sino Pablo Iglesias.

La representación del 2019 fue mucho más sobria. La razón es que, para el secretario general del PSOE, ese acto comportaba, en el fondo, tragarse un sapo. Al haber perdido diputados en la repetición electoral, se vio forzado a llamar con toda urgencia a Pablo Iglesias para alcanzar un acuerdo. Hasta entonces se había negado totalmente a formar un gobierno de coalición. Prefirió ir a unos nuevos comicios, esperando que mejorasen sus resultados y no tuviese que precisar de los votos de Podemos. Incluso durante la campaña electoral hizo aquella manifestación tan famosa acerca de que no podría dormir por las noches…

El resultado no fue el esperado, perjudicó electoralmente al PSOE y benefició a Podemos, de manera que a Sánchez no le quedó más remedio que llamar corriendo a Pablo Iglesias para llegar urgentemente a un acuerdo. Para los medios de comunicación constituyó una noticia sorprendente, no tanto por el hecho en sí como por la rapidez en instrumentarlo. Y es que entonces la alianza con Podemos facilitaba el consenso con otros grupos parlamentarios que hacían posible la investidura.

En este caso todo es muy distinto. El pacto estaba cantado antes de las elecciones. Yolanda ya estaba entronizada por Sánchez desde la moción de censura. Es más, se había prestado a ser el caballo de Troya para destruir a Podemos, y durante la campaña electoral, Pedro y Yolanda, Yolanda y Pedro, se habían mostrado ya como una misma opción política. Besos, abrazos y un proyecto común, aunque en el fondo nadie supiese en qué consistía ese gobierno “de progreso”. Tan solo intuíamos lo que ahora ya sabemos con certeza: que se trataba de amancebarse con Puigdemont y con el PNV.

El acto del otro día en el museo Reina Sofía de Madrid era algo que se daba por sabido, de hecho, no lo habían ocultado los protagonistas desde el mismo 23 de julio. La negociación ha sido una comedia y la representación, una obra de teatro -el tinglado de la antigua farsa que diría Benavente. Eso sí, con mucho boato ornamental, un acto de pura propaganda. Lo de menos es el contenido, ya que de antemano se sabe que no va a ir a ninguna parte.

Ha sido una ceremonia de distracción porque la verdadera o verdaderas negociaciones para la investidura se están realizando en otros u otros escenarios y sobre materias muy diferentes: amnistía, relator, reconocimiento nacional, autodeterminación, unilateralidad, más dinero para Cataluña y el País Vasco, etcétera. Nada de esto apareció en la función del Reina Sofía. Ni siquiera nos dijeron cómo piensan repartirse los sillones, aunque a buen seguro que lo tienen ya pactado.

El contenido de lo firmado cuenta poco para la investidura, pero me temo que también será papel mojado a lo largo de la legislatura si al final logran constituir gobierno. La situación es distinta a la de los cuatro años pasados. El nuevo gobierno Frankenstein será mucho más deforme y enmarañado que el anterior. Para sacar cualquier ley o decreto ley, amén de las dificultades que les ponga el Senado, van a necesitar todos los votos. No pueden perder ni uno solo de los de sus respectivos componentes, incluso los de los muy progresistas diputados del PNV y de Junts per Cat, y del resto de partidos independentistas. No hay que ser muy suspicaz para pensar que la mayoría de todas estas proposiciones se quedarán en el baúl de los recuerdos, como quedaron en la legislatura pasada entre otras la reforma fiscal y la derogación de la ley mordaza, y eso que el pasado gobierno Frankenstein no ha tenido las limitaciones y los obstáculos con los que va a enfrentarse este.

Es ya un tópico afirmar que los programas electorales están para no cumplirse. En esta ocasión se trata de un programa de gobierno, pero de un gobierno perniquebrado que para dar cualquier paso va a precisar de otros veintidós escaños pertenecientes a grupos con intereses muy distintos, y además necesitará mantener unidos a los diputados de esa amalgama de fuerzas dispares que constituye Sumar. La probabilidad de que todo lo acordado el otro día quede en mero proyecto es muy alta, si además se tiene en cuenta que muchas de las propuestas inciden en las competencias de las autonomías, la mayoría de ellas en manos del PP y, si no, las restantes en las de partidos independentistas tan celosos de sus atribuciones.

Resulta por tanto extraña la postura de tantos y tantos periodistas y tertulianos que han entrado al trapo, dedicándose a comentar todas estas medidas como si realmente se fuesen a llevar a cabo y apartando la atención de lo que en este momento realmente importa, que es la amenaza que se cierne sobre nuestro Estado de derecho y sobre la igualdad entre las regiones y provincias, en cuya quiebra malamente se puede asentar cualquier programa progresista. Por mi parte, pretendo no caer en el mismo error y renunciaré a comentar las propuestas contenidas en el pacto, aunque, desde luego, me apetecería detenerme en alguna de ellas, pero ya habrá tiempo de hacerlo si es que al fin tienen visos de aprobarse. Pero a lo que no me resisto es a la tentación de comentar los discursos absurdamente triunfalistas del presidente y de la vicepresidenta del Gobierno, tanto más cuanto que en ese supuesto progresismo se apoya la justificación que emplean para el pacto y el blanqueo de los golpistas.

Sin duda, la representación -preparada al milímetro, adornada con todo tipo de efectos secundarios y dotada de la mejor coreografía (ministros, miembros de las ejecutivas, todos los que son algo en ambas formaciones políticas)- poseía una doble finalidad: por una parte, desviar la atención de los temas políticos actualmente más polémicos y que por el momento no interesa airear, pero, por otra, hacer una vez más una loa de lo bien que lo ha hecho este Gobierno y de lo progresista que es, por lo que tiene todo el derecho a seguir gobernando.

En los discursos a los que tanto Sánchez como Yolanda nos tienen acostumbrados, todo es lo mejor, grandioso, fabuloso, histórico. Para Sánchez, desde hace cinco años se inició una era nueva en España, se superó la ignominia y la reacción y comenzó el progreso. En el gobierno Frankenstein todo han sido éxitos y eso que, según dijo Sánchez, le han tocado tiempos difíciles. Se escuda detrás de la epidemia y la guerra. Pero la epidemia ha afectado a todos los países y ningún gobierno ha realizado una gestión de la crisis sanitaria tan desastrosa como el español. La prueba más palpable es que la economía española se desplomó en el 2020 como la de ningún otro país.

La crisis económica que hemos padecido estuvo sin duda inducida por la pandemia y por las medidas obligatorias que, a consecuencia de ella, impusieron los gobiernos sobre la actividad económica. Fue una crisis económica forzada por agentes exteriores a la propia economía. Como resultado de ello, en el segundo trimestre de 2020, todos los países tuvieron tasas negativas del PIB como jamás se habían conocido.

Entre abril y junio de 2020 el PIB de la eurozona sufrió una caída del 12,1%, tras haber experimentado ya un descenso del 3,6% en el primer trimestre. En la Unión Europea, estos decrementos fueron del 11,9 % y del 3,2%, respectivamente. Por su parte, el PIB de Francia se redujo en esas mismas fechas el 13,8 y el 5,9%; en Italia el 12,4 y el 5,4%; en Bélgica se hundió el 12,2 y el 3,5%; en Alemania el 12,2 y el 3,5%; en Portugal, 14, y 3,8%.  Y a la cabeza de todos, España con un descenso en el segundo trimestre del PIB del 18,5%., tanto más grave en cuanto que en el trimestre anterior (como consecuencia de los últimos quince días de marzo, sometido el país al estado de alarma y al confinamiento) ya se había reducido el 5,2%. Es decir, que desde el 31 de diciembre de 2019 hasta junio de 2020 el PIB español perdió el 23% de su valor o, lo que es igual, quedó reducido a sus tres cuartas partes.

En 2020 nuestro país fue el que más se hundió económicamente de toda la UE e incluso de los treinta y siete países de la OCDE. España rompió todos los moldes. Este descenso lastró el desarrollo posterior de la economía, haciendo que fuésemos los últimos de la UE en alcanzar los niveles de 2019. Según los datos de Eurostat, la eurozona en su conjunto los alcanzó en el tercer trimestre de 2021, y en ese mismo momento lo lograron Grecia, Austria y Bélgica. La UE de forma global llegó a ese valor en el cuarto trimestre del 2021. Y en idéntica fecha lo recobraron Italia y Francia; Portugal y Alemania en 2022 (primer y segundo trimestre, respectivamente); Holanda es el país que antes lo consiguió, en el tercer trimestre de 2020. España, aun admitiendo las correcciones un tanto desorbitadas que hizo el INE para el 2021 y 2022 (del 5,5% al 5,8% y del 5,5% al 6,4%), fue al final de ese último año cuando lo alcanzó. Sin la corrección habría sido en el segundo trimestre de 2023, incluso, siendo estrictos, en el tercero.

Teniendo en cuenta estas cifras, no nos puede extrañar que nuestro país sea también el único Estado de la UE que a finales de 2022 no había recuperado la renta per cápita anterior a la pandemia. Somos, por término medio, más pobres que en 2018 cuando Sánchez ganó la moción de censura. De poco puede pavonearse el presidente del Gobierno.

Esta evolución del PIB cuestiona abiertamente todos los planteamientos gloriosos que acerca del empleo se nos han venido haciendo a lo largo de todos estos años. La afirmación de la ministra de Trabajo acerca de que, en esta crisis, a pesar de producirse un descenso muy superior del PIB que en la anterior, la reducción del empleo ha sido menor resulta difícil de entender, puesto que existe una correlación casi perfecta entre ambas variables. Para explicar la desviación se puede recurrir a distintos criterios, ninguno de ellos positivos (ver mi artículo titulado “Crecimiento económico y cifras de desempleo” de 1 de diciembre de 2022 en estas mismas páginas).

La explicación más inmediata radica en la inadecuación de los datos estadísticos. En mayo del 2020 en plena pandemia las personas en ERTE ascendían a 3,6 millones. ¿Cuál hubiese sido el porcentaje real de paro si a la cifra oficial -3,8 millones-, se le sumasen los 3,6 millones que se encontraban en ese mes en ERTE? En realidad, después de tantos equívocos, cambios y tergiversaciones, el único dato que se puede acercar a la realidad es el de horas semanales trabajadas. La evolución de esta variable sí es acorde con la del crecimiento de la economía. Según el INE, en el cuarto trimestre de 2022 se trabajó por término medio seiscientos treinta millones de horas semanales, mientras que en el mismo periodo de 2019 se alcanzaron los seiscientos cuarenta millones. Se estaba, por tanto -sean más o menos los empleados- a un 98% de conseguir el volumen de trabajo prepandemia.

El Gobierno ha orientado también su triunfalismo a decirnos que la inflación en España es más reducida que en el resto de países. Si no nos fijamos en un solo dato y consideramos el periodo completo, la cosa no está tan clara. En España, desde 2019 hasta finales de 2022, el índice de precios al consumo armonizado por la UE se ha incrementado un 13%, igual que en Portugal, menos que en Alemania (18%) y que en Italia (17%), pero más que en Francia (12%) y en Grecia (11%). En cualquier caso, el dato más significativo se encuentra en la relación precios-salarios, que es lo que más importa a la mayoría de los ciudadanos. Y aquí volvemos a situarnos en una mala posición. Según la OCDE, nuestro país está a la cabeza de la pérdida de poder adquisitivo. Incluso en Italia y en Alemania, con tasas de inflación más elevadas, los salarios reales se han reducido menos que en España.

Si a esta disminución (casi del 6% por término medio) añadimos la subida de los intereses y su impacto en los créditos hipotecarios, nos enfrentamos con recortes económicos a los ciudadanos que nada tienen que envidiar a los de la pasada crisis. El Gobierno no puede desentenderse de la inflación endosando la responsabilidad exclusivamente al BCE. La política fiscal también juega e influye, y mucho, sobre los precios.

Podríamos ofrecer más y más  cifras y extendernos en otros muchos temas tales como los resultados negativos ocasionados por el nefasto diseño del salario mínimo interprofesional, la deficiente cobertura del seguro de desempleo, la desastrosa política de vivienda que está hundiendo el mercado del alquiler y poniendo en graves dificultades a las clases más necesitadas, el incremento de la pobreza, la catastrófica gestión de la Seguridad Social y del SEPE, que convierten en una odisea cualquier gestión que se quiera realizar en estos servicios, las ocurrencias en el gasto y en las prestaciones derrochando ineficazmente recursos públicos, una incompetente y caótica política fiscal y tributaria, los desastres en la asistencia a los emigrantes etc. etc. etc.

Desde luego, los resultados dejan poco espacio para el orgullo, pero todo ello adquiere mayor gravedad si consideramos los recursos públicos que se han utilizado, mucho más cuantiosos que los de los otros países. En primer lugar, los fondos de recuperación europeos, de los que se desconoce su paradero y que se ignoran en qué se han gastado. No deja de ser paradójico que, a pesar de ellos, España haya sido el país que, con mucho, más ha tardado en recuperarse y volver a los niveles de 2019; y, en segundo lugar, en el incremento ingente del endeudamiento público contraído durante estos años, que minora el patrimonio de todos los españoles –más de un 15% del PIB-, muy superior al experimentado por la casi totalidad de los países europeos.

Todo ello no es para que Pedro Sánchez y Yolanda Díaz saquen pecho, coloquen sus cuatro años de gobierno (cinco para Sánchez) en un altar y pretendan que los adoremos. Contra toda evidencia, intentan hacernos creer que con ellos comenzaron la bonanza y el progresismo. Lo más grave es que nos amenazan con otra legislatura de lo mismo (más bien, de algo peor incluso), y tachan de glorioso el día que firmaron el acuerdo. Memorable, sí, memorable será el día que lo rubriquen con Puigdemont y con Esquerra. Que los hados nos ayuden.

republica.com 2-11-2023