Prepararán el camino para romper la unidad de la hacienda española y la política redistributiva del Estado. ¿Tierra firme? No. Tierra quemada
https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2024-02-06/soberanistas-quieren-robar/
Prepararán el camino para romper la unidad de la hacienda española y la política redistributiva del Estado. ¿Tierra firme? No. Tierra quemada
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Entre los mantras que maneja Pedro Sánchez se encuentra la cantinela de que España no se va a partir. A lo que habría que contestarle que España se encuentra ya dividida. En este caso no me refiero, aunque sería posible hacerlo, al ingente cisma que Pedro Sánchez ha originado políticamente en la población española, sino a la fractura económica que impera en el ámbito territorial. Existen autonomías de primera y de segunda, e incluso de tercera. España se encuentra dividida como lo está Europa, entre países del norte y del sur, y como en general se halla la sociedad puesto que las clases, como las meigas, haberlas haylas. La diferencia radica en que en estos últimos casos, al menos en lo que debería ser el discurso de izquierdas, se tiende a la igualdad; en el ámbito territorial, por el contrario, el Gobierno formado por Sánchez y sus aliados conspiran para crear más y más diferencias.
Los acuerdos de gobierno firmados por el PSOE, y aplaudidos por Sumar, con los independentistas vascos y catalanes presagian el incremento de los desequilibrios y las desigualdades. Sobresale en ellos la posibilidad de transferir el cien por cien de los tributos a la Generalitat de Cataluña. Desde hace tiempo constituye una reclamación que vienen presentando los independentistas catalanes, gozar de un régimen fiscal similar al del País Vasco y Navarra. No hay que olvidar que, épica aparte, el ‘procés’ se inició ante la negativa de Rajoy en 2012 a conceder este singular sistema de financiación a Artur Mas. Y el 30 de noviembre de 2017, el entonces primer secretario del PSC, Miquel Iceta, escribía un artículo en el diario El Mundo, en el que proponía la cancelación de la deuda que la Generalitat tenía con el Estado (entonces era de 52.499 millones de euros) y la cesión del cien por cien de los tributos a la comunidad autónoma catalana. Como se ve, no solo los soberanistas tiran al monte.
No está mal que antes que nada recordemos que el régimen fiscal que supone el cupo es totalmente anómalo en la doctrina financiera del siglo XXI. Difícil de explicar en Europa, ante cuyas autoridades el Gobierno español ha tenido que comparecer a menudo para defenderlo. Es un régimen más propio de la Edad Media (aunque haya sido actualizado durante las guerras carlistas), en el que la realidad jurídica no se basaba en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley sino en las concesiones, libremente otorgadas o arrancadas, del monarca. Cada territorio tenía sus fueros (privilegios). No existía un sistema fiscal universal propiamente dicho, sino que la Corona obtenía los recursos de cada territorio o ciudad (cupo), siendo luego las instituciones locales las encargadas de recaudar el gravamen entre los ciudadanos.
En 2017, cuando se aprobó por última vez la cuantía del cupo vasco, Margarita Robles arguyó en su defensa que el concierto es un hecho diferencial constitucionalmente reconocido. Tenía razón, pero también es verdad que, como todos los hechos diferenciales reclamados por los nacionalistas, pasan enseguida de hechos a privilegios. La sobrefinanciación, tanto del País Vasco como de Navarra, es un hecho, además de diferencial, irrefutable.
Existe, como es lógico, una cierta correlación entre la renta per cápita de las comunidades y el déficit o superávit de las llamadas balanzas fiscales, aun cuando el cálculo de estas mantenga siempre cierta relatividad. Es fruto de la política redistributiva del Estado, que debe concretarse también en el ámbito territorial. En la correlación de estas dos series, surge, sin embargo, una clara irregularidad, un hecho diferencial, podríamos afirmar. El del País Vasco y Navarra. Ocupan el segundo y tercer puesto en renta per cápita y, no obstante, ambos son receptores netos. Ciertamente en mucha mayor medida el País Vasco, que, según los últimos datos, presenta un saldo positivo superior al de Andalucía, Aragón, Cantabria, Castilla-La Mancha, Galicia, Murcia y La Rioja. ¿Cómo no hablar de injusticia?
Pero centrémonos en Cataluña y en la petición de los independentistas de copiar al País Vasco y a Navarra. En primer lugar, Cataluña es una de las regiones más ricas de España, la cuarta en renta per cápita. Su nivel económico privilegiado no deriva, al igual que ocurre con todas las regiones ricas, de la excelencia propia o de ocupar un lugar privilegiado en la historia, sino de múltiples circunstancias aleatorias, entre las que se encuentra el trato recibido del Estado, y el juego de mercado, por ejemplo, el consumo del resto de España. A su vez, esa situación económica aventajada la convierte por la aplicación automática de la política redistributiva del Estado en contribuyente neto, al igual que en el orden personal los ciudadanos de mayores rentas presentan también de manera lógica un saldo negativo entre lo que contribuyen al Estado y lo que de este reciben. En el ámbito catalán se confunde con frecuencia este déficit con una infrafinanciación, cuando no es tal, sino el resultado racional de los mecanismos redistributivos de la Hacienda Pública, que compensan el reparto injusto del mercado.
El hecho de que en estos años la Generalitat haya presentado un mayor déficit y un incremento mayor en el nivel de endeudamiento que las otras comunidades, no obedece a los defectos que puedan existir en el sistema de financiación autonómica, sino en el destino que cada una de ellas ha dado a los fondos públicos. Es una evidencia, aunque no sea fácil cuantificarlo por ahora dada la complejidad administrativa de la Generalitat, que el llamado ‘procés’ ha absorbido una cantidad ingente de recursos, no solo a través de los organismos y entes públicos creados en la Administración con la única finalidad de garantizar, como se decía, una estructura de Estado, sino también engrasando toda esa inmensa máquina de publicidad y propaganda que ha funcionado sin escatimar gasto para ese objetivo: favores a medios de comunicación nacionales y extranjeros, públicos y privados, embajadas, pago de lobbies, subvenciones a asociaciones, etc.
Por otra parte, no es ningún secreto que el presidente de la Generalitat percibe la retribución más alta de las cobradas por los restantes presidentes de las comunidades autónomas, en algún caso el doble, y mayor que la del propio presidente del Gobierno español. La gravedad no se encuentra tanto en este dato aislado, sino en que, como es lógico suponer, ese alto nivel retributivo se extiende hacia abajo a toda la pirámide administrativa, consejeros, directores generales, etc., hasta el último auxiliar administrativo. Es pública y notoria la diferencia retributiva entre los Mossos d´Escuadra y la Guardia Civil y la Policía Nacional. Pero me temo que eso mismo se podría afirmar de casi todos los empleados públicos.
Es preciso tener en cuenta que en el tema de la financiación autonómica no hay nada gratuito. El dinero que se destina a una comunidad no se destina a otras, bien directamente o bien detrayéndose del presupuesto del Estado, que afecta a todas las comunidades. Es un sistema de suma cero. Con lo que en esta materia no debería haber negociaciones bilaterales sino multilaterales, de todas las comunidades.
La cesión del cien por cien de la recaudación a las autonomías, es decir, que los recursos recaudados por los impuestos en una comunidad se queden en ella, significaría la ruptura de la función de redistribución del Estado en el ámbito interregional, porque no habrá fondo que pueda compensar el desequilibrio creado. La redistribución únicamente se ejercería entre los ciudadanos de cada comunidad autónoma. Lógicamente serían las regiones ricas las que saldrían altamente beneficiadas, mientras constituiría un desastre económico para las menos favorecidas. Por eso lo reclaman los independentistas catalanes. Qué diríamos si Amancio Ortega, Rafael del Pino, Juan Roig o las Koplowitz dijesen algo así como “deseo más autonomía, yo me quedo con mis impuestos y me hago cargo de sufragar mi sanidad, mi pensión, la educación de mis hijos, etc. Eso sí, no pido nada para mí que no pida para los demás, el barrendero también puede hacer lo mismo”.
Así ocurre en la Unión Europea, en la que no se aplica ninguna política redistributiva entre países. Es lo que algunos criticamos de ella y lo que parece que censuraban también gran parte de los que ahora se prestan a aplicar los mismos parámetros dentro de España entre las comunidades autónomas. He ahí la enorme contradicción. Todo por siete votos.
Existe bastante paralelismo entre la situación fiscal de Europa y las aspiraciones soberanistas de Cataluña. Así lo ve Thomas Piketty en su obra “Capital e ideología”: No hay ninguna duda que la politización de la cuestión catalana habría sido totalmente distinta si la Unión Europea contara con un presupuesto federal europeo, como es el caso de Estados Unidos, financiado por impuestos progresivos sobre la renta y sobre las sucesiones a nivel federal. Si la parte esencial de los impuestos por las rentas altas catalanas alimentara el presupuesto federal como es el caso en Estados Unidos, la salida de España tendría un interés limitado para Cataluña desde el punto de vista económico. Para huir de la solidaridad fiscal, habría hecho falta huir de Europa con el riesgo de ser excluido del gran mercado europeo, lo que tendría un coste redhibitorio a ojos de muchos catalanes independentistas”.
Implantar el sistema del cupo en Cataluña conllevaría también la transferencia de la capacidad normativa. Esa competencia la tienen ya, aunque limitada, las autonomías con respecto a los tributos propios y cedidos, lo que constituye un problema. Problema que adquiriría mayores proporciones si se ampliase la cesión, puesto que se crean presiones fiscales diferentes según donde uno viva y, lo que es peor, se establecería una competencia desleal entre las comunidades, el llamado dumping fiscal, que daña la recaudación y la progresividad de los impuestos. En Europa lo estamos sufriendo entre países, pero reproducirlo a nivel regional es nefasto. No creo que sea la medida más adecuada para ser defendida por la izquierda. La paradoja se encuentra en que ha sido la Generalitat la que más ha protestado contra unas autonomías (principalmente Madrid) porque aplicaban su capacidad normativa en los tributos propios.
El resultado sería también funesto para la administración fiscal. Trocear la Agencia Tributaria crearía el caos en la gestión de los tributos y obstaculizaría gravemente la lucha contra el fraude y la evasión fiscal. Se dirá que todo esto ocurre ya con el País Vasco y Navarra. Y es verdad, pero un error no se corrige con más equivocaciones. Hay que tener en cuenta que Cataluña tiene mucha más importancia relativa. Su PIB es el 20 % del PIB nacional.
No se puede olvidar tampoco que las autoridades de una de las comunidades autónomas más ricas han utilizado el inmenso poder que les concedía estar al frente de la Administración autonómica para crear toda una estructura sediciosa capaz de subvertir el orden constitucional y romper la unidad del Estado. La amenaza ha sido tanto mayor cuanto que Cataluña es una de las comunidades con mayores competencias. El peligro está lejos de disiparse, por lo que no parece demasiado acertada la política de conceder cotas de autogobierno más elevadas, más medios, para que en otro momento se puedan volver contra el Estado y, entonces sí, tener éxito. La estrategia debería ser más bien la de limitar en la medida necesaria las competencias de la Generalitat para que nunca más se pueda repetir un hecho tan aciago. Un factor que ha contribuido decisivamente al fracaso de la supuesta república independiente es la ausencia de una hacienda pública propia. Sin ella, resulta muy difícil, por no decir casi imposible, cortar lazos con el Estado. El dinero manda. Es por tanto disparatada la propuesta de ceder la gestión y la recaudación de todos los tributos a la Generalitat.
Los empresarios catalanes han jugado siempre a la ambigüedad. Muchos de ellos han sido cómplices del nacionalismo. Mientras todo se reducía a gritar que España nos roba y obtener así prebendas y privilegios frente a otras comunidades, estaban de acuerdo y colaboraron con entusiasmo, por la cuenta que les traía. No obstante, se asustaron cuando vieron que el tema iba demasiado lejos, que se rompía la legalidad y ello podía acarrear consecuencias económicas muy graves. Hace tiempo que Sánchez Llibre, mostró ya por dónde iban sus inclinaciones: nada de independencia, pero sí un nuevo estatuto. Insinuó que el problema podría terminar y los secesionistas conformarse si en ese estatuto se reconociese a Cataluña como nación y se dotase a la Generalitat de un sistema de financiación similar al que disfrutan el País Vasco y Navarra.
No tiene nada de extraño que el empresario catalán piense así. Lo que sí parece más raro, si no estuviésemos curados de espanto, es el silencio de las organizaciones sindicales ante un proyecto que va a incrementar más y más las diferencias entre regiones y que, como es lógico, se traducirá en una mayor desigualdad entre los ciudadanos.
Dotar a Cataluña de un sistema de financiación parecido al del País Vasco y Navarra sería catastrófico. Ampliaría las múltiples distorsiones que produce el concierto existente con estas dos últimas autonomías, y cuya legalidad nunca se debería haber introducido en la Constitución. El cupo catalán dañaría gravemente la política redistributiva del Estado en el plano territorial, y se dotaría a los secesionistas de un instrumento esencial, una hacienda pública propia, para aumentar sus probabilidades de éxito en una nueva intentona golpista.
republica.com 7- 12- 2023
He desconfiado siempre de las comisiones de investigación del Congreso. Creo que no sirven para nada. Nunca descubren algo que no hayan averiguado ya la policía o lo tribunales. Es más, no solo son inútiles, sino que pueden conducir a la confusión. Me parecen hasta peligrosas Campo abonado de los charlatanes que están dispuestos a contar lo que es y lo que no es con tal de estar un día en el proscenio. Tienen como única finalidad ser armas en la lucha política para la descalificación y la censura al adversario. Las conclusiones suelen ser siempre tendenciosas. Rara vez son reflejos de la realidad, sino más bien de la verdad que quiere la mayoría. A menudo podrían escribirse antes de empezar la labor de la propia comisión.
Es lógico, por tanto, que considere como muy perniciosas las tres registradas últimamente en el Congreso. Una a instancias de ERC, EH Bildu y BNG sobre el espionaje e intromisión en la privacidad e intimidad, a través de los malware Pegasus y Candiru, de personajes políticos. Las otras dos, por los grupos parlamentarios de Junts y PNV. La primera sobre el derecho a saber la verdad acerca de los atentados de Barcelona y Cambrils del 17 de agosto de 2017; y la segunda referida a la denominada Operación Catalunya y las actuaciones del Ministerio del Interior durante los gobiernos del Partido Popular.
Las tres parten de los compromisos adquiridos por el PSOE y Sumar con los secesionistas. Primero para la constitución de la Mesa del Congreso. Segundo en los acuerdos firmados por el sanchismo y Junts en Waterloo. En realidad, las tres comisiones persiguen el mismo objetivo, hacer pasar a los golpistas y soberanistas por víctimas de un Estado fascista y opresor, y poner en la picota a los servidores públicos, especialmente a los jueces y a los policías. Todo ello dirigido a la opinión pública internacional. Se trata de propagar su discurso e imponerlo como relato cierto. Lo grave es que el gobierno de España está sirviendo de coartada y de garantía de la veracidad de sus planteamientos.
Las comisiones según las propuestas tendrían la siguiente composición: tres representantes de cada grupo parlamentario que conste de más de 100 diputados, dos de cada grupo entre 10 y 100 diputados y uno por cada grupo restante. Dada la generosa creación de grupos parlamentarios que se ha permitido en la cámara, (en teoría para primar a las minorías, pero en realidad en esta ocasión para apuntalar a la mayoría), la representación de la alianza Frankenstein será apabullante y podrán concluir lo que deseen. La oposición no tendrá nada que hacer. Todo será un teatro para que los sediciosos impongan su discurso victimista, aplaudidos por el PSOE y Sumar, que están dispuestos a lo que haga falta para no perder el poder.
La gravedad mayor del asunto aparece cuando consideramos el siguiente párrafo del papel infame que Santos Cerdán firmó en Waterloo, “Las conclusiones de las comisiones de investigación de esta legislatura se tendrán en cuenta en la aplicación de la ley de amnistía en la medida que pudieran derivarse situaciones comprendidas en el concepto de lawfare o judicialización de la política. Esto, a su vez, podría dar lugar a acciones de responsabilidad o modificaciones legislativas”.
Párrafo introducido con dos finalidades. En primer lugar, para poder incluir en la amnistía a presuntos delincuentes cuyo delito nada tienen que ver con el “procés”, tales como Gonzalo Boye, abogado de Puigdemont, acusado de blanqueo de capitales provenientes del narcotráfico, o a Laura Borràs, procesada por corrupción en la adjudicación de contratos públicos. Se pretende dar la versión de que ambos, y otros muchos que seguro quieren incorporar al lote, han sido imputados injustamente en una persecución por motivos políticos, y por significarse en el proceso de la independencia de Cataluña.
En segundo lugar, enjuiciar a los jueces. Abrir una caza de brujas y un proceso inquisitorial a los tribunales. Como en cualquier proceso inquisitorial, todo será apañado y conformado de acuerdo con los intereses del tribunal que en este caso será la alianza Frankenstein. Este macartismo a la española comenzará por los policías y los servicios secretos. En realidad, ya se inició en la legislatura pasada con el cese de Paz Esteban como directora del CNI, a petición de los golpistas.
La noticia había aparecido en un periódico de Canadá sin viso alguno de veracidad acerca de que se había investigado con el programa Pegasus a una serie de independentistas catalanes. El reportaje carecía de la menor relevancia a no ser porque los secesionistas, que en parte lo habían propiciado, vieron una excelente ocasión para hacerse de nuevo las víctimas. Puigdemont y unos cuantos acólitos se apostaron con pancartas a las puertas del Parlamento europeo quejándose de que les habían espiado. Y Rufián, en el Parlamento español, se mostró abatido y deprimido porque se estaba poniendo en peligro la democracia, y lo decía precisamente él que era y es portavoz de un partido que violó todas las leyes democráticas con la finalidad de transgredir la Constitución y que pretendió romper el Estado.
Margarita Robles tenía toda la razón cuando en el Congreso se enfrentó muy digna a los nacionalistas, con la siguiente pregunta: “¿Qué tiene que hacer un Estado, un gobierno, cuando alguien vulnera la Constitución, cuando alguien declara la independencia, corta las vías públicas, cuando realiza desórdenes públicos, cuando alguien está teniendo relaciones con dirigentes políticos de un país que está invadiendo Ucrania?”.
¿Que cual sería el papel de un gobierno? Un gobierno normal en una situación parecida no se habría dado por enterado mientras la información no estuviese probada. En todo caso, mantendría que, verdad o mentira, no tendría nada de raro que aquellos que habían dado un golpe de Estado y afirmaban que volverían a repetirlo fuesen vigilados por el Estado; sostendría que sería totalmente lógico que los que habían tenido contactos con potencias extranjeras, como Rusia, y con un dictador como Putin con la finalidad de conseguir ayuda para romper España, hubiesen sido investigados por los servicios secretos; y defendería que sería razonable que aquellos que movilizaron las fuerzas antisistema para incendiar toda Cataluña, cometer toda clase de sabotajes, que cortaron con gran violencia carreteras y servicios ferroviarios y que pretendieron apoderarse por la fuerza del aeropuerto de Barcelona fuesen fiscalizados por el CNI.
Pero la reacción de un gobierno Frankenstein sería muy distinta tal como así fue: indultaría a los golpistas, gobernaría con ellos, asumiría el lenguaje soberanista respecto al espionaje, desplazaría al ministro de la Presidencia a Barcelona a pedir disculpas y humillarse frente a un miembro de tercera fila del “Govern”, convocaría una rueda de prensa precipitadamente y por sorpresa para anunciar que hacía un año que el presidente del Gobierno y la ministra de Defensa habían sido también espiados. El hecho de publicitarlo –que resultaba un tanto insólito e incomprensible- adquirió sentido más tarde, al comprender que servía de pretexto para cesar a la directora del CNI y dar así satisfacción a los golpistas.
Margarita Robles tendría que haber sido consciente de ello, puesto que desde el primer momento, 2016, se situó al lado de Sánchez frente al Comité Federal, cuando manejaba ya la idea de realizar todas estas alianzas espurias, le acompañó en su hégira de las segundas primarias y formo parte desde el principio del Gobierno Frankenstein. No obstante, como otras muchas veces, se enfrentó cargada de razón a los independentistas. Ello no fue inconveniente para que más tarde, también como en otras ocasiones, cantase la palinodia. Fue todo un espectáculo. Hizo un tremendo papelón en la rueda de prensa en la que comunicó el cese (sustitución lo denominó ridículamente) de Paz Esteban como directora del CNI.
Hubo quien se preguntó acerca de la causa de que Margarita Robles no dimitiese. La pregunta no dejaba de ser ingenua. Quien admite gobernar apoyándose en golpistas, ¿por qué se iba a detener con bagatelas como la de participar en este aquelarre de dar satisfacción a los secesionistas con el cese de la directora del CNI?
Entonces, en estas mismas páginas afirmé que los independentistas no se iban a conformar con lo que habían obtenido y continuarían chantajeando al Gobierno. Así ha sido. Ahora se crea una comisión de investigación en el Congreso que va a colocar los servicios secretos patas arriba, y desarmar así un poco más al Estado, porque es comprensible que en adelante los empleados del CNI presenten muchas reticencias y suspicacias, y su labor se verá afectada por la indolencia . No deja de ser paradójico que esto se produzca cuando se va echar una manta de ocultamiento sobre los delitos de los golpistas.
El soberanismo, en su estrategia en interpretar todo en clave victimista, ha venido alentado sin ninguna prueba la tesis de la existencia de una mano negra del Estado tras los ataques terroristas en Barcelona. Acusa de tendenciosas las sentencias en las que ha desembocado la investigación policial, y que ocultan los vínculos del CNI con el líder de la célula islamista. Al tiempo responsabiliza al Gobierno español por la supuesta dejadez en la supervisión de la venta de materiales susceptibles de usarse como explosivos.
Son muchos los fallos, los errores y lagunas de información que han rodeado los atentados de Barcelona, desde la indolente actitud ante la información transmitida por la policía belga a la insuficiente investigación en la casa de Alcanar, cuando eran múltiples los factores insólitos que deberían haber hecho sospechar de la posibilidad de un atentado, tal como la misma jueza de guardia insinuó. Desde la resistencia a poner bolardos (Madrid nos va a decir a nosotros lo que tenemos que hacer), hasta la negativa a que actuasen la Policía Nacional y la Guardia Civil. Desde el hecho de que no había policía en Las Ramblas en el momento del atentado a la ausencia de información acerca de lo que en realidad ocurrió en Cambrils. Desde la falta de explicación de cómo se pudo escapar Younes tras el atropello de Las Ramblas, hasta saber cómo pudo estar cuatro días huido sin conocimiento de los mossos, y que solo dieran con él tras el aviso de una ciudadana. Desde saber por qué no se interrogó en el primer momento al único herido en la casa de Alcanar, a la razón de por qué tan solo dos terroristas han podido ser detenidos, resultando abatidos (como se dijo) todos los demás, y que, al margen de circunstancias legales y éticas, impide la posibilidad de contar con mucha más información de la célula terrorista y de los atentados.
Todos estos fallos y lagunas no son imputables al Estado sino a la Generalitat. Tienen un denominador común (al margen de las gotas de corporativismo que le era predicable a los Mossos como a cualquier otro colectivo): la arrogancia, la fachenda y la soberbia de los responsables políticos de la Generalitat que desde el primer momento quisieron instrumentalizar los atentados para ponerlos al servicio del “procés” y manifestar al mundo que son autosuficientes y mejores que lo que llaman el Estado español.
Carod Rovira el histórico presidente de Esquerra Republicana –aquel que se reunió en Perpiñán con la cúpula de ETA para pedirles que si querían atentasen contra España, pero no contra Cataluña-, afirmó sin rodeos que, después del atentado de Las Ramblas, el Estado español había desaparecido y que su espacio lo había ocupado la Generalitat de Cataluña: “Cataluña ha visto y comprobado que, a la hora de la verdad, frente a la emergencia de hacer frente a una adversidad criminal, había un Gobierno, una policía y una ciudadanía que estaban donde tenían que estar y a la altura de las circunstancias, que eran el Gobierno, la policía y la ciudadanía de Cataluña, no eran los de España”.
El jefe de prensa de Puigdemont, Pere Martí, siguió en Twitter la misma línea de argumentación del ex vicepresidente de la Generalitat. También el eurodiputado del PDeCAT Ramón Tremosa mantuvo en varias ocasiones una actitud parecida. Concretamente en la mañana del día 20, escribía, en un artículo publicado en el diario ARA titulado ‘Dos países, dos realidades’, la siguiente frase: “Cataluña sola se ha enfrentado a sus enemigos y los ha derrotado con eficacia. En la práctica, los catalanes han visto que ya tienen un Estado”. Y así se podían citar otros muchos testimonios.
Da la impresión de que a los independentistas les importaban muy poco los terroristas o las víctimas, tan es así que parece que estaban contentos y exuberantes por lo que consideraban un éxito en 37 años de autonomía. Contemplaban la respuesta dada al atentado por la Generalitat y los Mossos como un ensayo general del golpe de Estado que protagonizarían un mes más tarde. El soberanismo, que gracias a Sánchez se siente prepotente, vuelve a agitar, en estos momentos, la teoría de la conspiración, tira por tierra sin más las actuaciones de la Audiencia Nacional y abre su propio proceso. Más que investigación, elaboración de una farsa.
En las comisiones que se crean ahora en el Congreso los golpistas catalanes se constituyen en juez y parte. Claro que más juez y parte devienen con la ley de amnistía. Se van a amnistiar ellos mismos y condenar a los que les condenaron. Se me ocurre que la comisión realmente interesante seria la que tuviera por objeto investigar la trama económica del golpe de estado del 2017 en Cataluña y sus postrimerías. Tema que está totalmente inédito.
republico.com 30-11-2023
“La izquierda traicionada”, este es el título del libro escrito por Guillermo del Valle, impreso en la editorial Península, y que se presenta mañana viernes a las seis y media de la tarde en el Ateneo de Madrid. A raíz de lo que está ocurriendo en nuestro país, considero su publicación de suma actualidad. La traición de la izquierda es poliédrica, y poliédrica es la visión de la obra de Guillermo del Valle. Trata los distintos aspectos en los que la izquierda ha ido abdicando de sus principios y planteamientos. Pero no todos ellos son de la misma actualidad y tampoco se han dado todos de forma tan específica y propia en nuestro país.
El libro que se presenta trata, por supuesto, de ese tránsito producido de la socialdemocracia al socioliberalismo, habla de la globalización y de la Unión Europea, y de la aceptación por una parte de la izquierda de muchos de los postulados del neoliberalismo económico. Pero esa mutación no ha sido ni es propia ni específica de nuestro país, ha sido general en Europa. Por otra parte es una tendencia progresiva, que tuvo su origen en la década de los ochenta y que poco a poco ha ido ganando terreno.
Aunque sea de suma relevancia política, cuando hablo de rabiosa actualidad no me estoy refiriendo a ella. Tampoco a la asunción del populismo, en un intento de dar gato por liebre. Ni siquiera a ese sucedáneo en que hoy se refugia determinada izquierda asumiendo, en una tendencia identitaria, la defensa de ciertas minorías tras haber abandonado casi en su totalidad la lucha por una mayor igualdad entre las clases sociales. De todo ello habla el libro de Guillermo del Valle. Pero no es esto lo que me lleva a considerar como muy oportuna la obra en este momento, sino el abrazo espurio entre izquierda y nacionalismo, que hoy se hace presente en nuestro país con dramática exigencia, la traición, que adquiere tintes trágicos, la cometida por la casi totalidad de la izquierda española haciéndose cómplice de golpistas, secesionistas y filoterroristas.
La izquierda en sus inicios mostró, sí, cierta desconfianza hacia el Estado, de ahí su pretensión de debilitarlo por todos los medios posibles, entre otros, troceándolo y limitando sus competencias. Durante mucho tiempo esta postura parecía plenamente justificada; tal como afirmó Marx, el poder político no era más, que el consejo de administración de los poderes económicos, el guardián de sus intereses.
En España, el sistema político instaurado por la Restauración, basado en el caciquismo y en el turnismo de dos partidos burgueses, marginaba totalmente a las clases populares y las expulsaba del juego político. Eso explica el auge que tuvo en nuestro país, y especialmente en Cataluña, el movimiento anarquista, y la consolidación de tendencias federalistas e incluso cantonalistas. Más tarde, tras el breve periodo de la Segunda República, el Estado se identificó con el franquismo, un régimen dictatorial y opresor, pero que además se proclamaba adalid de la unidad de España. Es lógico que la izquierda tendiese a oponerse y a combatir todo aquello que se identificara con la dictadura, y que en esa dinámica terminase asumiendo o al menos sintiendo simpatía por el nacionalismo.
Tales recelos pueden tener su razón de ser ante un Estado liberal, y por supuesto ante regímenes dictatoriales, pero carecen de todo sentido cuando se trata de un Estado social y democrático de derecho. A una parte de nuestra izquierda le cuesta comprender que el único contrapeso posible al poder económico y a las desigualdades que derivan del mercado se encuentra en el Estado, y que recortarlo o dividirlo solo podía ser regresivo. A partir de la Transición, sin embargo, con la democracia, parecía que todo esto había quedado bastante claro.
Bien es verdad que el PSOE tuvo que lidiar con las veleidades del PSC, que casi siempre tiraba al monte, e IU con las de Iniciativa per Catalunya Verds (ICV) y las de Ezker Batua en el País Vasco. Pero ni IU ni el PSOE se dejaron contagiar. La expresión más clara de que respecto a este punto ambas formaciones se mantenían en el lugar adecuado fue el conocido como “plan Ibarretxe”, consistente en un nuevo estatuto cuyo contenido fundamental era el reconocimiento del llamado derecho a decidir (la autodeterminación) del pueblo vasco. En enero de 2005 el Congreso de los Diputados rechazó el nuevo estatuto por 313 votos, 29 a favor y 2 abstenciones. Tanto el PSOE como IU votaron en contra, solo ICV se abstuvo.
Desde hace algunos años, la situación política en España ha cambiado sustancialmente. La izquierda oficial cohabita con el nacionalismo y asume su mismo discurso. Resultan expresivas las palabras pronunciadas tiempo atrás por Antonio Muñoz Molina: «Primero se hizo compatible ser de izquierdas y ser nacionalista. Después se hizo obligatorio. A continuación declararse no nacionalista se convirtió en la prueba de que uno era de derechas. Y en el gradual abaratamiento y envilecimiento de las palabras bastó sugerir educadamente alguna objeción al nacionalismo ya hegemónico para que a uno lo llamaran facha o fascista».
No existe ninguna contradicción, todo lo contrario, en que la izquierda abrace la causa de las naciones o de los pueblos pobres y oprimidos por la dominación colonial; pero cuando en Estados teóricamente avanzados, como Italia o España, el nacionalismo surge en las regiones ricas, enarbolando la bandera de la insolidaridad frente a las más atrasadas, la izquierda difícilmente puede emparejarse con el nacionalismo sin traicionar sus principios. En este ámbito, izquierda y nacionalismo son conceptos excluyentes. ¿Cómo mantener que la Italia del norte, rica y próspera, es explotada por la del sur, que posee un grado de desarrollo económico bastante menor? ¿Cómo sostener que regiones tales como Extremadura, Andalucía o Castilla-La Mancha oprimen a otras como Cataluña, País Vasco o Navarra? ¿Puede la izquierda dar cobertura al victimismo de los ricos? ¿No resulta contradictorio escuchar a una fuerza que pretende ser progresista quejarse del déficit fiscal de Cataluña?
Cuando la izquierda defiende la libertad de decidir de los catalanes no es consciente de la contradicción en la que está incurriendo. ¿Serían capaces de mantener que un grupo social, el constituido por los ciudadanos de mayores rentas, tiene el derecho, si lo decidiese por mayoría (la mayoría sería aplastante), de excluirse del sistema público de pensiones, de la sanidad y de la educación pública, por ejemplo, con la correspondiente rebaja proporcional en sus impuestos? El supuesto no es tan forzado como pudiera parecer si tenemos en cuenta que las regiones que proponen la autodeterminación son de las más ricas de España. ¿Cuál sería su postura si, amparada en el derecho a decidir, La Moraleja (una de las urbanizaciones de más alto standing de Madrid) pretendiese (ya lo intentó) independizarse del municipio de Alcobendas (municipio de clase media), creando su propio ayuntamiento?
El discurso nacionalista en los países desarrollados tiene bastante parecido con el que defiende el neoliberalismo económico. El mejor sitio en donde está el dinero es en los bolsillos de los ciudadanos, afirman los liberales; los recursos generados en Cataluña deben quedarse en Cataluña. Tanto las clases altas como las regiones ricas de lo que hablan es de limitar, cuando no de eliminar, la solidaridad, y la equidad social. En definitiva, se trata de reducir a la mínima expresión la función redistributiva del Estado. En los dos casos se considera que los ricos son ricos por sus solos méritos, que la distribución de la renta que hace el mercado es correcta, y que cada uno debe ser dueño de disponer de sus ingresos como le venga en gana. Todo proceso redistributivo, bien sea interpersonal o interterritorial, lo juzgan como un acto de caridad, algo graciable, cuando no un abuso y un expolio. Su sentimiento de encontrarse injustamente atendidos por el Estado no surge de que piensen que están realmente discriminados, sino de que no están lo suficientemente bien tratados, dado su grado de excelencia y superioridad sobre los demás, lo que les hace acreedores a disfrutar de una situación privilegiada. ¿Puede la izquierda comulgar y amparar estos presupuestos?
La izquierda, al menos en un país democrático, no puede estar cimentada en el golpismo o en los que defienden la violencia política, aun cuando ahora no la practiquen al ser conscientes de que estratégicamente no les conviene. Es posible que determinadas tácticas y actuaciones sean aceptables en países subdesarrollados con grandes déficits democráticos y donde se carece de un Estado de derecho y, por lo tanto, en ocasiones no existe otro camino para establecer la libertad y la equidad que sortear el sistema jurídico construido por un poder dictatorial; e incluso, en los casos extremos, utilizar la violencia. Pero ese no es el caso de España. Hace más de cuarenta años que nuestro país -tal como dice la Constitución- es un Estado democrático y de derecho y, aunque con muchos defectos, equivalente al de los otros países europeos. No es posible autoproclamarse de izquierdas cuando se está a favor del retorno al cantonalismo, a los reinos de Taifas, a la tribu, al clan.
La tremenda mutación producida en esta cuestión en la izquierda Española tiene su origen en dos hechos acaecidos casi simultáneamente, el surgimiento de Podemos y la llegada de Pedro Sánchez a la secretaria general del PSOE, y tras ellos las prisas y urgencias de unos y de otros para llegar al gobierno y mantenerse en él por encima de cualquier consideración.
Sánchez provocó una metamorfosis radical en el PSOE. La mejor prueba de ello es que al principio de todo, los órganos del partido, concretamente el Comité Federal -que es la máxima autoridad entre congresos-, cuando intuyó hacia dónde se dirigían los planes del ahora presidente del Gobierno, no dudó en forzarle a dejar la Secretaría General. Lo que Rubalcaba bautizó como gobierno Frankenstein aparecía entonces como un auténtico sacrilegio, algo inimaginable para la casi totalidad de los socialistas.
La prisa por llegar al poder, surgida en parte por una concepción bastante simplista e inmadura de la política, lanzó a Podemos a los brazos de Sánchez y unió su suerte a la del partido socialista, precisamente cuando esta formación política atravesaba su peor momento histórico, integrándose en el gobierno Frankenstein, con lo que no solo blanqueaba a golpistas y filoetarras, sino que se hacía partícipe, incluso de aquellas medidas que chocaban frontalmente con su ideología y tradición. Vieron cómo España tomaba claramente partido a favor de la OTAN en una guerra llena de interrogantes y bastante alejada de nuestro entorno geográfico e histórico. Por mucho que repitan que se encuentra en Europa, los intereses parecen encontrarse más bien en EE. UU. Protestaron, pero aceptaron (los acuerdos de Consejo de Ministros se adoptan por unanimidad y hacen responsables a todos sus miembros), los continuos aumentos de los gastos de defensa y el envío de tropas a Ucrania. Tomaron parte como miembros del Gobierno en la modificación radical de la posición de España respecto al Sáhara, que, por cierto, continúa siendo el misterio mejor guardado. ¿Qué es lo que provocó de la noche a la mañana que Sánchez cambiase la posición sin dar cuenta a nadie?
A ese gobierno Frankenstein no se le puede calificar de progresista, sino más bien de reaccionario, ya que para estar en el poder maneja torticeramente el derecho, y no tiene empacho en aplicarlo de manera desigual a los ciudadanos, librando de la cárcel a aquellos que le apoyan, o cambia el Código Penal eliminando delitos o modificándolos con la misma finalidad.
A un gobierno ni siquiera se le puede tildar de democrático cuando acepta el principio de que el fin justifica los medios y en función de ello pretende apoderarse de todos las instituciones del Estado, utilizándolas en su propio provecho; y tampoco se le puede calificar de liberal cuando defiende que la ley no se aplique a todos por igual y que el hecho de tener la mayoría y ser gobierno le permite situarse más allá del ordenamiento jurídico. Y, sin ser democrático y liberal, un Estado no puede ser social.
De cara al futuro surgen los peores augurios. Los acuerdos firmados sin ningún pudor por el PSOE con los partidos separatistas y aplaudidos por Sumar (versión decadente de Podemos) indican claramente que, una vez más, Sánchez está dispuesto a todo con tal de perpetuarse en el poder. Se han echado en manos no ya de nacionalistas, sino de golpistas y filoetarras.
Sin embargo, las autoridades de ambos partidos están eufóricas y exultantes. Todos ellos pletóricos de jactancia y engreimiento. Como no acordarnos de los griegos y lo que entendían por “hibris”, pecado de orgullo y de arrogancia. Plutarco afirmaba: “Los dioses ciegan a quienes quieren perder”, y en palabras atribuidas a Eurípides: “Aquel a quien los dioses desean destruir, primero lo vuelven loco”. El poder ofusca a los humanos. La “hibris” arroja a quienes la padecen al exceso y al endiosamiento, les fuerza a abandonar la justa medida, a sobrepasar los límites.
Desconozco cuál será el futuro de este nuevo Frankenstein, y el de sus dirigentes y acólitos. Y si estarán labrando -como dicen los griegos- su propia perdición. Lo que sí parece probable es que al final de esta aventura la izquierda española va casi a desaparecer, se habrá traicionada a sí misma. En todo caso, se convertirá en otra cosa. De ahí, como afirmaba al principio, la rabiosa actualidad y utilidad de este libro, y también la importancia de que subsistan reductos, aun cuando sean pequeños, tales como el Jacobino, en los que se refugie la lucidez y el pensamiento de la izquierda.
republica.com 23-11-2023
Hay cuestiones que no necesitan ninguna explicación, son evidentes por sí mismas; pero, en contra de lo que afirmaba Hegel, no toda la realidad es racional. Existen muchas personas que están dispuestas a tragarse las mayores fábulas con tal de no crearse problemas, especialmente si van a favor de sus intereses. Uno tendería a pensar que plantearse el motivo por el que se quiere aprobar una ley de amnistía carece de cualquier lógica. Es una pregunta inútil. La causa, al igual que la de los indultos o la modificación del Código Penal para eliminar el delito de sedición o la rebaja de la malversación, está a la vista. Resulta palmaria.
Desde luego no existe ninguna duda acerca de la motivación de los independentistas. Y está igual de clara que la del resto de los miembros de la alianza Fraankenstein es la permanencia en el gobierno. Sánchez durante la campaña electoral mantuvo tajantemente que él no mentía, solo cambiaba de opinión, y en cierta forma es verdad puesto que no tiene ninguna convicción y solo un único objetivo: el poder. Cambia de criterio según se modifican las circunstancias, pero no las económicas, ni sociales, ni siquiera las políticas, en el sentido noble del término. Las innovaciones que toma en cuenta son tan solo el número de diputados que le faltan para tener mayoría y, por lo tanto, las exigencias que los dueños de esos escaños le reclaman para garantizar su permanencia.
Esa es la única y verdadera razón tanto de la defensa de la amnistía como de todas las concesiones que el gobierno Frankenstein ha venido aceptando hasta ahora. Cualquier otra es pura fantasía, pero así y todo, a tenor de los resultados del 23 de julio, hay que reconocer que han sido muchos los que han dado pábulo al dislate de las falacias construidas. Es por eso por lo que, contra toda lógica, haya que entrar a debatir unos argumentos que son simplemente la excusa para ocultar lo que es evidente, que el único motivo que existe es comprar a cualquier precio el gobierno de la nación, no perder los sillones.
Si Sánchez no hubiese necesitado de todas las excreciones del Frankenstein para mantenerse en el poder no habría habido ni mesa de diálogo, ni indultos, ni la eliminación del delito de sedición, ni modificación del de malversación, ni la Abogacía del Estado hubiese cambiado, de rebelión a sedición, la calificación de lo ocurrido con el “procés”. Seguramente tampoco se hubieran acercado, por lo menos al ritmo y en el número que se ha hecho, los presos de ETA a Euskadi, ni se hubiesen dado las otras concesiones realizadas a los independentistas vascos y catalanes. Es más, si el 23 de julio los resultados no hubiesen sido desfavorables al conjunto Frankenstein, y no tuvieran necesidad de sumar a Puigdemont y a sus huestes, no estaríamos hablando de amnistía, ni de relator, ni de referéndum, ni de condonación de deuda, ni de cupo, ni de “España nos roba”, ni siquiera Francina Armengol sería hoy presidenta de las Cortes, ni se habría convertido el Congreso en una nueva torre de Babel, cometiendo el disparate de hablar varias lenguas cuando todos los diputados se entienden perfectamente en una, que además es la oficial de todos los españoles.
Desde la pura lógica es imposible creer que lo que se pretende es la pacificación de Cataluña. Cataluña, en el sentido a que se refiere el nuevo caudillo, quedó pacificada una vez que se aprobó el 155 y actuó el poder judicial, y sin duda hubiese quedado más aún de haberse aplicado más enérgicamente y durante más tiempo la intervención de la Generalitat, tal como hubiese sido lógico a no ser por la renuencia del PSOE.
Los pactos y las cesiones de Sánchez para lo único que han servido es para dar alas al independentismo, insuflándoles fuerzas y nuevas esperanzas e ilusiones. Los han hecho más fuertes y prepotentes. No es cierto que los resultados del 23 de julio muestren un retroceso del soberanismo. Si los partidos secesionistas obtuvieron peores resultados se debió tan solo a que tratándose de unas elecciones generales una parte de sus partidarios, los más irredentos, se inclinó por el boicot al Estado español y a las elecciones, originando la reducción de la participación en Cataluña, y otra parte pensó que en esta tesitura era más práctico y más eficaz para los intereses soberanistas votar al PSC que a los propios secesionistas.
Esa es también una de las razones de que Sánchez obtuviera un millón de votos más. Otras fueron el trasvase que recibió del resto de partidos que se autodenominan de izquierdas (Podemos, etc.), y la menor abstención en toda España que condujo a que todas las formaciones políticas obtuviesen más votos por escaño. Ello al menos relativiza el argumento de que ese millón de votos, significaba que la sociedad española había ratificado de alguna manera los desmanes de los cuatro años pasados. El castigo electoral aparece de forma más clara cuando se considera el del gobierno Frankenstein en su conjunto. El desgaste es evidente y de ahí la necesidad de acudir a todo lo que se mueve en los suburbios, incluso a Puigdemont, y que Sánchez se someta a todo tipo de afrentas y, con él, humille al conjunto del Estado español. Otra cosa es que el castigo no haya sido suficiente para evitar la formación de otro Frankenstein bastante peor que el anterior.
Al margen de resultados electorales, las cesiones y la pasividad de Sánchez solo han servido para que el independentismo se encuentre más crecido que nunca e imponga en Cataluña, al margen de la ley, todas sus tesis. Poco a poco va recobrando fuerzas (embajadas, educación, boicot al jefe del Estado, leyes inconstitucionales, etc.) y se divide más y más a la sociedad catalana. En ella se puede estar produciendo lo que se daba y aún se debe seguir dando en el País Vasco, por una parte, la hégira hacia el exterior de un cierto número de ciudadanos que no comulgan con el independentismo y se sienten en terreno hostil y, por otra, que el tema político inconscientemente se evite a menudo en las conversaciones particulares con la finalidad de que no surjan conflictos.
No, ni la amnistía ni las cesiones anteriores ni las muchas que se produzcan en el futuro van a ayudar a la reconciliación en Cataluña. Todo lo contrario. Cuanto más ibuprofeno, más hinchazón. Menos aun van a contribuir a la unión de Cataluña con el resto de España. El supremacismo, la arrogancia y la insolencia de los independentistas, unidos a un falso victimismo que exige privilegios económicos frente a las otras regiones menos afortunadas, solo pueden despertar el rechazo en las otras comunidades autónomas. Cada día la brecha entre Cataluña y el País Vasco con el resto de España es mayor. Y es inevitable que se agrande si se continúa por el camino que Sánchez está trazando.
Pero Sánchez, desde sus inicios en la vida pública, se ha esforzado por abrir una escisión mucho mayor en la sociedad española. Habiendo sacado en 2016 los peores resultados de su formación política, lejos de dimitir como Almunia y Rubalcaba, acarició la idea de hacerse a pesar de todo con el gobierno. Sabía que la única posibilidad que tenía era establecer una fosa insalvable con el PP que era el partido que había ganado las elecciones. De ahí el “no es no”. Desde entonces ha utilizado una fantasmagórica división entre izquierda y derecha. Cosa curiosa precisamente cuando la globalización y la Unión Monetaria hacen más difícil distinguir a la una de la otra.
Ha aprovechado el fundamentalismo de siglas existente en la sociedad y en la política españolas, por otra parte sin demasiado contenido ideológico, para establecer un cordón sanitario y una división maniquea de una izquierda y una derecha construidas a su conveniencia.
En la primera, situó partidos tan progresistas como el PNV (“Dios y ley vieja”) o los herederos de CiU (3%), que se han comportado a lo largo de todos los años de democracia como las fuerzas más reaccionarias. Solo hay que repasar las actas del Congreso para darse cuenta de dónde han estado siempre sus intereses: claramente a favor del poder económico y defendiendo la distribución más regresiva de la renta y la riqueza en el orden territorial. A ellos, ha añadido además todas las fuerzas montaraces que aun cuando se llamen de izquierdas malamente pueden serlo teniendo, como principal objetivo, privilegiar a las regiones ricas frente a las pobres, y así mismo a otras formaciones del mismo estilo que justifican el terrorismo y si no lo practican es tan solo porque estratégicamente no lo creen conveniente.
A este maremagno secesionista, agrega también, ese conjunto de confluencias de todo tipo que se denominan progresistas, incluso radicales, y cuyos miembros lo que realmente tienen es un empacho mental muy considerable y un enorme grado de inmadurez e inexperiencia y que, olvidando que vivimos en un mundo globalizado y en la Unión Europea, pueden proponer las medidas más disparatadas y contraproducentes precisamente para los objetivos que dicen perseguir. Buena prueba de ello es que se colocan a favor de las exigencias independentistas frente al Estado de derecho, sin considerar que, en realidad, tales reivindicaciones se reducen a establecer en el orden territorial el supremacismo y las diferencias, del mismo modo que las clases altas lo pretenden en el ámbito personal. En el mejor de los casos este conglomerado se identifica con un bolivarianismo que no ha tenido muy buenos resultados en América Latina, pero que desde luego puede resultar nefasto en Europa.
Y coronando todo ello aparece ese sindicato de intereses y de empleo en que Sánchez ha convertido al partido socialista. Bien es verdad que esa transformación únicamente ha sido posible porque esta formación política había perdido ya toda musculatura. Muchos años de transición de la socialdemocracia al socialiberalismo y un periodo largo de zapaterismo, presidido por la superficialidad, la frivolidad y la estulticia, han creado las condiciones necesarias para la mutación.
Con todos estos elementos, Sánchez construye su ejército, su gobierno al que llama de progreso y que no pasa de ser un populismo mal avenido. Frente al cual, y separado con una enorme muralla y como única alternativa crea un fantoche al que denomina la derecha y en el que engloba sin distinción alguna todo aquello que se le opone. Lo define como el imperio del mal. Predica de la totalidad los posibles errores o inconveniencias que hayan podido cometer alguno de sus componentes, quizás los más extremistas, como si el extremismo no existiese entre sus filas. Exagera hasta el límite. (véase mi artículo del 10 de agosto publicado en este mismo digital titulado “¿Qué sería de Sánchez sin Vox?”).
Sánchez utiliza todos los medios posibles para acentuar esta división, remontándose si es necesario hasta la guerra civil o hasta Franco. Todos los que no están con él son franquistas o fascistas. Incluso se califica así a todos aquellos que de una u otra manera, en algunos casos a costa de ir a cárcel, lucharon contra la dictadura. Y tales exabruptos parten a menudo de quienes han nacido ya en la democracia.
El presidente del Gobierno, en el Comité Federal del PSOE, proclamó con tono enfático que defiende la amnistía por España, por el interés de España. Esta foto pasará a la historia como uno de los mayores actos de felonía. Ni esta medida ni las otras concesiones que ya se han instrumentado o que se van a implantar favorecerán la concordia. Todo lo contrario, creo que van a incrementar la división en Cataluña, y entre esta Comunidad y el resto de España, e inclusive van a ahondar el fraccionamiento en toda la sociedad española.
Acto de felonía es dar a entender que todo resulta lícito con tal de impedir la alternancia. Es la muerte de la democracia. ¿Por España, por el interés de España? No, por el interés de los golpistas, por la ambición y por la egolatría de Sánchez. Lo que no entiendo muy bien es lo de nuestro vecino Antonio Costa, teniendo mayoría en el Parlamento, en lugar de haber dimitido podría haber aprobado una ley de amnistía. Se habría justificado afirmando que su intención radicaba en no dar ocasión de gobernar a la derecha. Todo por Portugal, por el interés de Portugal.
Republica 10-11-2023
La líder de Sumar, tras su gira por Bélgica en aras de rendir pleitesía a un prófugo de la justicia, se supone que, a petición de su señorito, el de las mercedes, se ha dedicado profusamente a crear un grupo de juristas expertos que preparasen el camino a la amnistía que se avecina. Es verdad que casi todos los partidos y gobiernos a la hora de tomar decisiones incómodas o impopulares han constituido a menudo una comisión de expertos tras la que escudarse. Pero en el caso del sanchismo ha sido una marca de la casa y ha empleado esta estratagema con total liberalidad.
El Gobierno sanchista, ante las críticas, se ha escondido siempre detrás de las decisiones técnicas. Esa táctica se hizo presente de una y otra vez durante la pandemia. Todo se les iba en afirmar que ellos lo único que hacían era seguir los criterios de la comunidad científica, la opinión de los expertos. Pero, al mismo tiempo, se negaban reiteradamente a facilitar sus nombres.
A pesar de sus continuas referencias a los científicos y a los criterios sanitarios y epidemiológicos, Illa no fue capaz de dar una explicación ni de presentar un informe consistente sobre la materia. No dejó de ser asombrosa esa continua demanda del ministro de Sanidad: “Hagan caso a la ciencia”, que exclamaba con tono profesoral, mientras el gobierno central nos engañaba a todos con un comité de expertos inexistente. Esta era la ciencia del señor Illa: cambiar de opinión según le interesase al Ejecutivo.
Tan solo cuando el Consejo de la Transparencia le concedió un plazo perentorio de diez días (o, de lo contrario, le amenazaba con recurrir a la jurisdicción contencioso-administrativa) para facilitar los nombres de los miembros de ese comité fantasma de expertos -tras el cual, el ministro filósofo y candidato a la presidencia de la Generalitat se había escondido siempre para revestir de razones sanitarias lo que eran simples decisiones políticas-, se resignaron a decirnos quiénes eran los afortunados que lo componían, o más bien, a decirnos que en realidad ese comité nunca existió y todo quedaba reducido al locuaz Simón, nombrado en su momento a dedo por ser familiar de un ministro del PP, y a los funcionarios de un departamento inexistente desde hacía muchos años.
Pero nada como la explicación ofrecida por Calvo, entonces vicepresidenta del Gobierno: “Funcionarios, expertos cualificados, que tienen ese cargo, especialmente el doctor Simón, por razón de su expertitud”. Ahí es nada, expertitud. Esta palabra debía entrar a formar parte del lenguaje inclusivo.
Y es esa misma expertitud la que debió de utilizar como criterio la ministra de Trabajo a la hora de elegir a los componentes de esa comisión de expertos dedicada a analizar la posible repercusión sobre el empleo del Salario Mínimo Profesional. La ministra de Hacienda también creó su propio grupo de expertos para que dijesen en materia fiscal lo que interesaba al Gobierno. Y es que la finalidad de los expertos está siempre en concluir aquello que desea quien les nombra. De lo contrario, no son tenidos por expertos. Es cierto que, en el caso de Hacienda, cuando aparecieron las conclusiones del informe el Gobierno ya había cambiado de bando y no les hicieron ningún caso. La verdad es que salimos ganando.
Yolanda Díaz repite en expertitud y ha elegido a sus juristas de cámara con la finalidad de que justifiquen lo injustificable, que una amnistía a los golpistas del 1 de octubre es constitucional y útil. En realidad, el dictamen, tal como pomposamente lo llaman, se dirige a demostrar más lo segundo que lo primero. Claro que debemos preguntarnos, ¿útil para quién?
He desconfiado siempre de las comisiones de expertos independientes porque nunca son tan independientes como aseguran y su condición de expertos siempre resulta discutible. Casi siempre son profesores de estudios superiores, de los miles y miles que hay en España, provenientes de los cientos y cientos de las facultades que han surgido al abrigo de las autonomías y de los negocios privados. Los profesores universitarios se han multiplicado como las setas. Hasta nuestro ínclito presidente del Gobierno lo ha sido, con doctorado incluido, eso sí, donado, de la misma forma que antes lo habían recibido gratuitamente los miembros que componían el tribunal que le calificó.
En esto de la amnistía no nos podían defraudar y, aunque lo denominen pomposamente dictamen, es ideológico más que jurídico. A pesar de ello, ninguna formación política ha querido reconocer su paternidad. Los socialistas han renegado de él puesto que Conde Pumpido no había dado aún el visto bueno. Tampoco les ha gustado a los golpistas, porque, para independentistas, ellos, y no quieren que nadie les quite el protagonismo. Ya han constituido su propio grupo de expertos
Más extraño ha sido el caso de Sumar -y más concretamente el de Yolanda Díaz- que, después de estar varias semanas anunciando a bombo y plantillo el gran acontecimiento, rebajaron el tono y lo convirtieron tan solo en el dictamen de unos juristas. O bien el jefe de la Moncloa les dio un toque y les dijo que convenía esperar, o bien pensaron que era más diplomático y sagaz hacer pasar todo ello como un trabajo exclusivamente técnico. Si el motivo fue esto último, hay que reconocer que constituyó un intento vano porque no hay que ser muy ducho en la materia para darse cuenta de que el susodicho dictamen no destaca por su solidez jurídica.
Aparte de ser farragoso, y donde todo parece confuso y desordenado, a efectos de demostrar que la amnistía es acorde con la Constitución del 78 se basa de forma sustancial en primer lugar en que la Ley de 1977 y el Decreto-ley de 1976 no fueron derogados ni tácita ni expresamente por la Constitución y, en segundo lugar, en que después de aprobarse esta se han concedido amnistías fiscales.
En cuanto a lo primero nadie ha puesto en duda que fuesen compatibles con la Constitución del 78 las amnistías aprobadas con anterioridad. Más bien fueron precisamente su antesala, y la condición para iniciar una etapa política nueva. Una exigencia ante el corte jurídico e institucional que se producía en ese momento. Pero precisamente por ello no parece que una nueva amnistía pueda ni deba darse en la época posconstitucional, en la que no se ha producido por ahora ningún cambio ni de régimen ni de sistema. A no ser que lo que se pretenda sea precisamente eso, el cambio.
En cuanto al segundo argumento, los señores juristas, casi todos ellos de derecho penal, parecen ignorar el carácter de las mal llamadas amnistías fiscales, que representan tan solo una regularización de la situación tributaria. No llegan ni a la categoría de indulto, porque, si bien se conmutan a determinados contribuyentes las sanciones a las que podían haberse hecho acreedores por la ocultación de determinados bienes o activos, casi siempre es a cambio de una contraprestación dineraria, aunque de menor cuantía que el monto que les pudiera haber correspondido pagar si hubiese sido la administración tributaria la que hubiera descubierto la infracción y, de lo que es más importante, con la condición de que hayan sido ellos mismos los que confiesen su situación irregular, afloren los bienes o activos hasta entonces ocultos y empiecen a tributar adecuadamente por ellos.
Como se puede apreciar, nada que ver con una amnistía penal. Quizás, puestos a realizar comparaciones, en todo caso debiéramos referirnos a la colaboración que a menudo establece el Ministerio Fiscal con los acusados a los que rebaja la petición de condena y, lógicamente, de la pena a cambio de su confesión o de descubrir determinados hechos hasta entonces opacos. En ambos casos se produce un “do ut des”.
Sin duda, la parte más extensa del llamado dictamen es la ideológica que parte, con frecuencia, de supuestos totalmente falsos como el de que desde 2013 existe un conflicto entre Cataluña y el Estado español. Los independentistas no son Cataluña. Y el único conflicto que existe es, como en toda cuestión penal, entre la ley y unos delincuentes que no dejan de serlo por muy numerosos que sean, y por mucho que se les indulte.
Tampoco se puede identificar, tal como hacen los llamados expertos, la no militancia de nuestra Constitución con el llamado derecho a decidir que, aunque se le denomine con este eufemismo, no deja de ser derecho a la autodeterminación que nuestra Carta Magna no reconoce a ningún territorio nacional y que la ONU solo contempla para las colonias; y no parece que nadie pueda calificar de tal a Cataluña.
Los expertos nos ilustran acerca de lo que es ciertamente una obviedad. Que la elaboración del derecho penal es competencia del Parlamento y que en esa función mantiene un amplio margen. Nadie puede negarlo, pero tampoco que esa discrecionalidad política está limitada por la propia Constitución y, sobre todo, que si a las Cortes les corresponde elaborar las leyes a los jueces les corresponde aplicarlas. Mal que a algunos les pese.
Pero en eso radica la división de poderes, aunque precisamente de ella es de la que reniegan algunos. En todo régimen populista el ejecutivo, después de controlar al legislativo -lo que le suele resultar casi siempre bastante fácil-, coloca en su diana al judicial que, para el bien de los ciudadanos en España no se identifica con los profesores universitarios, aunque siempre existe un intento del poder político para introducirlos por la puerta de atrás. Cuarto turno, juristas de reconocido prestigio, etc.
Toda la segunda parte del famoso dictamen pretende ser una enmienda a la actuación del poder judicial, a jueces, a fiscales, y sobre todo a los planteamientos del Tribunal Supremo (TC). Los expertos juristas son muy dueños de mantener esa crítica, como algunos también estamos en nuestro derecho de pensar que sus esfuerzos argumentales no llegan ni a arañar lo más mínimo la solidez jurídica de la sentencia. Que a mi entender es impecable y tumbativa, excepto al final, cuando la conclusión lógica debería haber sido el delito de rebelión y, sin embargo, dando un salto en el vacío se inclina por la sedición. (Ver en estas mismas páginas mi artículo de 17 de noviembre de 2019 titulado Sí, hubo golpe de Estado).
La sentencia, después de aceptar la tesis de la Fiscalía acerca de que la violencia en la rebelión no tiene por qué ser física, sino que puede ser también compulsiva, y tras demostrar que esta se había dado profusamente en el procés, abandona esta calificación y se desliza a la sedición. Razón: que, tal como argumentó Calvo, Pedro Sánchez era ya presidente del Gobierno y que cuando calificó como rebelión lo acaecido en Cataluña no lo era. Ahora estaba ya en el Gobierno y sustentado por los propios golpistas. No tiene por tanto nada de extraño que pretendiese influir lo más posible en la sentencia, primero obligando a la Abogacía del Estado a cambiar la calificación y, segundo, queriendo predisponer a alguno de los jueces más adeptos a que se inclinasen por el fallo más benigno.
El propósito de que la sentencia se ratificase por unanimidad hizo el resto. Bien sabía Marchena la multitud de juristas expertillos que, al servicio de todo tipo de intereses, intentarían desacreditar al Tribunal. Pero, paradójicamente, de esa manera creo yo que se facilitó la posibilidad de críticas, porque lo que era un delito claro de rebelión resultaba más complicado encajarlo dentro de la sedición. Una vez más, se cumplió que la unanimidad no era más que la dictadura de la minoría.
En contra de lo que dice Sánchez, lo que contuvo el golpe y lo sigue conteniendo hasta ahora es el Código penal y fue la aplicación del Código penal lo que hizo huir a Puigdemont en un maletero de coche. Los expertos juristas quieren borrar todo eso con la amnistía, y empezar una historia nueva. Lo de borrar es imposible. Los secesionistas pretendieron arrebatarnos la soberanía sobre Cataluña al resto de los españoles. Es un hecho que difícilmente puede desvanecerse ni olvidarse. Lo de la historia nueva no parece que ni Puigdemont ni Oriol Junqueras lo quieran. Ni tampoco parece que lo permita la Constitución y, además, seguramente nos conduciría a la catástrofe.
republica.es 19-10-2023
Sánchez cambia los nombres. A la impunidad la llama desjudicialización y ahora a la amnistía la denomina generosidad. Se ha vuelto generoso de repente. Solo a partir del 23 de julio. Parece que la generosidad tiene una relación directa con el número de votos que se necesitan para obtener la mayoría. Sánchez precisa de muchos (cincuenta y cinco), así que se ve obligado a ser muy generoso. Por eso le llaman Pedro el de las mercedes. Parangonando así al primer Trastamara, Enrique II, que recibió tal calificativo por la cantidad de dádivas que tuvo que entregar a los nobles para que le coronasen en detrimento de su hermano Pedro, al que unos han dado en llamar el cruel y otros el justiciero.
Lo de las mercedes en realidad no era muy exacto porque no se trataba desde luego de dádivas, sino de pagar un precio por la corona. Tampoco en sentido estricto a lo de Sánchez se le puede dar el apelativo de generosidad porque está comprando algo, la Moncloa. El precio que se abona no es personal, sino público, lo sufragamos todos los españoles; primero, violentando hasta el máximo el Estado de derecho, pero también con dinero si no, los independentistas catalanes dejarían de serlo, porque detrás de las banderas, las entidades, los hechos diferenciales y hasta de la lengua lo que aparece enseguida es el “España nos roba”.
A las negociaciones de la investidura se intenta incorporar el acuerdo sobre los presupuestos y, por lo tanto, pensemos lo peor: se van a introducir las cesiones dinerarias que se piensa otorgar a Cataluña y al País Vasco (regiones sojuzgadas) a costa de extremeños, andaluces, castellanos, aragoneses, etc., que, como se sabe, son pueblos opresores.
Con los indultos Sánchez habló de concordia, de reconciliación y de entendimiento. No empleó la palabra generosidad y, sin embargo, esta palabra hubiera sido entonces más apropiada que ahora porque, aunque también se trataba de pagar un precio, en aquellas circunstancias Sánchez -es decir, el Estado- otorgaba el perdón, perdón que los independentistas no estuvieron nunca dispuestos a reconocer ni a pedir formalmente. Querían lo que ahora van a conseguir con la amnistía, que sean Sánchez y el Estado los que les pidan perdón a ello, pues, como dice el presidente del gobierno, ha sido un conflicto político que nunca tendría que haber derivado en una acción judicial.
La amnistía es el reconocimiento de que el Estado se había equivocado, de que la Constitución es odiosa y despótica y que los llamados golpistas no cometieron delito alguno, sino que habían defendido sus derechos y los del pueblo catalán, frente a un Estado que les había perseguido injustamente. Es más, que aquellos que habían aplicado la Constitución y las leyes que de ella se derivan habían actuado de forma inicua y abusiva.
Andan los juristas, constructivistas o no, buscando el encaje de la amnistía en la Constitución. Algunos defienden que como nada se dice de ella en la Carta Magna no existe impedimento para que las Cortes la aprueben. Tampoco se dice nada de la esclavitud, de la tortura o de la ley del Talión y no por eso se puede afirmar que la Constitución las permita. Durante su tramitación en 1978 se presentaron cuatro enmiendas para introducirla y las cuatro fueron rechazadas. Lo que sí se incorporó fue la prohibición de indultos generales. Es difícil de entender que se niegue lo menos y se pueda llegar a autorizar lo más.
Pero es que, además, la constitucionalidad o no de la amnistía no se puede juzgar en abstracto, sin tener en cuenta qué es lo que se va amnistiar. En este caso es imposible que lo recogiese la Constitución. Sería como ir contra ella misma. Es como si afirmara que el régimen que establece es opresor y por lo tanto debiera prever la amnistía para aquellos que en el futuro se rebelen contra el despotismo.
La amnistía cabe interpretarla o bien como la terminación de una guerra interna (conflicto, dicen los soberanistas) y en la que se establece un armisticio, olvidando todas las injusticias y responsabilidades en que se haya podido incurrir tanto en un bando como en el otro, o bien que haya que cambiar las reglas de juego porque las hasta ahora existentes eran injustas y por lo tanto inocentes los que se hubiesen rebelado contra ellas.
Tal es sin duda el planteamiento de los golpistas, pero esto poco tiene que ver con la generosidad y con el perdón. Se trata más bien de absolver a los que se condenó y de condenar a los que condenaron y a las leyes que aplicaron, es decir, a la propia Constitución, pero por eso resulta difícil, por no decir imposible, encontrar en esta la autorización de la amnistía.
A menudo la amnistía va unida a una ley de punto final en la que se reconoce la culpabilidad mutua. Ya lo dijo Sánchez cuando los indultos: “En Cataluña todos somos responsables”. Pero es que, paradójicamente, los golpistas no quieren oír hablar de final ni de que ellos son culpables. No tienen que arrepentirse de nada. Están dispuestos a volverlo a hacer. No renuncian ni a la independencia ni a la unilateralidad. Habrá que preguntarse entonces lo mismo que deberíamos haber hecho con los indultos: ¿para qué?
¿Para superar la condición jurídica que se había creado en Cataluña? Fue lo que dijo Sánchez en Granada y nada menos que delante de la presidenta de la Comisión y del presidente del Consejo Europeo. En realidad, no importa demasiado el escenario dada la levedad en que se mueven en la actualidad los dirigentes de la Unión Europea.
Lo cierto es que no ha habido dos bandos, ni una contienda, ni cambio de régimen, ni ninguna necesidad de punto final. Solo se ha producido un golpe de Estado por parte de un gobierno y unas autoridades autonómicas que cometieron traición, rebelándose contra el Estatuto de su propia Comunidad y contra la Constitución, en función de los cuales habían sido nombrados, y la reacción lógica de un Estado defendiéndose. No hay dos bandos culpables, solo uno que además de robar al Estado -es decir, a todos los españoles-, emplearon lo robado para ir en contra de más de la mitad de los catalanes y del resto de España.
Hablemos claro. Tal como afirmó el Tribunal Supremo refiriéndose a los indultos, sería una autoamnistía, porque los implicados, los beneficiarios, van a ser quienes al mismo tiempo la aprueben. Vayamos al fondo, dejemos al lado la reconciliación, la concordia, la paz y otras zarandajas. Esto no va de eso. Tampoco va de horizonte ni de la pluralidad ni de cursilerías parecidas. Lo único que está en juego es la compra del gobierno de España, su única finalidad es lograr que Pedro Sánchez y Yolanda Díaz continúen de presidente y vicepresidenta de un Ejecutivo hipotecado.
Al alto cargo que adjudicase un contrato de obras públicas y recibiese a cambio una casa o un chalet, ¿no le tildaríamos de corrupto?, ¿y no consideraríamos tal a quien concediese subvenciones a cambio de obtener financiación para su partido? Sánchez consiguió llegar a la presidencia del gobierno por primera vez con 85 diputados utilizando torticeramente el tema de la corrupción. Y con corrupción pretende mantenerla. ¿No llamaremos cohecho al acto de conceder la amnistía como pago y como contrapartida para adquirir la Moncloa? Es difícil no ver que se comienza a entrar peligrosamente en el ámbito del derecho penal. Quizás podemos encontrarnos ante uno de los mayores casos de corrupción acaecidos en los últimos cuarenta años. Preguntémonos por qué lo llaman generosidad cuando quieren decir soborno.
republica.com 12-10-2023
Al sanchismo no se le puede negar su capacidad de crear relatos y, aún más, su habilidad para poner de acuerdo a todos los heraldos con la finalidad de que repitan una y otra vez la misma consigna. Para algunos nos puede resultar ridículo contemplar ese mimetismo, pero no hay que suponer que hace su efecto en una gran parte de la población.
Para desprestigiar a Feijóo han puesto en circulación un mantra: la soledad del presidente del PP. La verdad es que la contestación no resulta demasiado difícil. Más vale estar solo que mal acompañado y la compañía de golpistas y filoterroristas no es precisamente para envidiar. Aitor Esteban, a quien no le gustó el zarandeo que recibió en la sesión de investidura, va diciendo por ahí que Feijóo así no va hacer amigos. El problema es que el PNV ha hecho algunas amistades que le pueden costar caras y que están a punto de desbancarles. Ya se lo dijo el candidato mirando a Bildu.
Por otra parte, la soledad de Feijóo es muy relativa. Tiene mayoría absoluta en el Senado. Los populares controlan casi todas las autonomías y ayuntamientos y, como consecuencia, la Federación Española de Municipios y Provincias. En estos momentos, Feijóo cuenta con su partido unido como una piña y en el PP no parece que haya fisuras, por mucho que los sanchistas se empeñen en lanzar bulos y rumores asegurando lo contrario.
A pesar de la altanería y autosuficiencia con la que se presenta Sánchez, su situación no es precisamente muy cómoda. Sus amistades, aparte de no ser recomendables, no son muy fiables y están enfrentadas entre sí. Todas ellas unidas por el mismo pegamento, los intereses. A pesar de que Benavente por boca de Crispín afirma un poco cínicamente “Que mejor que crear afectos es crear intereses”, las amalgamas basadas en conveniencias son siempre bastante enmarañadas.
El nuevo Frankenstein que Sánchez quiere construir, además de ser monstruoso y deforme como su nombre indica, está lleno de grietas y de contiendas internas. El PNV contra Bildu, y viceversa; Esquerra y Junts enfrentados, y Sumar parece un polvorín a punto de estallar. Pero es que el mismo PSOE no está tan unido como parece. Es verdad que Sánchez ha establecido en el partido un régimen autocrático, ha creado una estructura férrea, cambiando las reglas de juego y colocando en todos los puestos importantes hombres de su confianza, pero da la sensación de que su adhesión no es tanto por convencimiento como por conveniencia, y el edificio no es tan sólido como todo el mundo se figura.
Sánchez ha ido tan lejos en sus propósitos y en sus cesiones que ha provocado que muchos antiguos dirigentes y militantes hayan alzado su voz. Por más que el sanchismo haya pretendido descalificarles, tildándoles de carrozas y situándoles en la prehistoria, hay que suponer que sus manifestaciones algún eco han tenido que despertar en muchos afiliados y simpatizantes, sobre todo en aquellos que ahora no ocupan ningún cargo público. Pero es que, además, el 28 de mayo constituyó una auténtica hecatombe para el PSOE, perdiendo casi todo el poder territorial.
Sánchez ha pretendido tapar la debacle convocando elecciones generales el 23 de julio y hay que reconocer que sus resultados -o más que estos la falta de escrúpulos y las posibilidades de formar de nuevo un gobierno Frankenstein- han hecho olvidar momentáneamente el fracaso autonómico y municipal. Pero resulta difícil calcular cuánto van a durar esta euforia y este entusiasmo que pretende transmitir Moncloa. Si al final se logra formar gobierno, el efecto será muy positivo para el núcleo duro que rodea a Sánchez. Habrán mantenido sus puestos de trabajo, pero qué dirán los cientos e incluso miles de militantes que han perdido sus cargos en el ámbito territorial. Parece bastante inevitable que, como el exalcalde de Valladolid, echen la culpa a los acuerdos de Sánchez con los independentistas. A este le han recolocado en el Parlamento y por eso se ha callado, o mejor dicho ha empezado a graznar, pero todos no caben en el Congreso o en el Senado.
Sánchez pretende justificar ante las bases las cesiones que va a realizar ahora con los soberanistas con el argumento de que después de haber perdido gran parte del poder territorial no pueden renunciar al gobierno central. Sería quedarse sin nada. Pero la mayoría de los militantes pueden llegar a la conclusión de que a ellos en concreto que Sánchez se mantenga en el gobierno hipotecado a los independentistas no les soluciona demasiado y de que las futuras cesiones puedan volver a ser tan escandalosas en sus territorios que ante unas nuevas elecciones autonómicas o municipales no solo no ganen, sino que terminen perdiendo lo poco que les queda.
Muchos comentaristas se preguntan por qué se ha producido esa diferencia en resultados entre el 28 de mayo y el 23 de julio. La razón me parece evidente: en mayo no intervenían ni el País Vasco ni Cataluña; en julio, sí. No es solo que estos dos territorios no celebrasen elecciones autonómicas en la primera fecha, la razón principal se encuentra en que en unas elecciones generales -aunque se pierdan, y Sánchez las perdió en julio- se puede mantener la representación de que se ha vencido siempre que se esté dispuesto a pactar a cualquier precio con los secesionistas de todos los pelajes y conseguir de esta manera el poder. Pero en Castilla y León, Extremadura, Aragón, Murcia, Madrid, etc., no hay independentistas con los que pactar.
A pesar de las apariencias, puede ser que el partido socialista -si exceptuamos Moncloa, Ferraz y aquellos que viven colgados a sus ubres- no sea tan monolítico como se quiere dar a entender, y que si nos desplazamos al ámbito territorial las grietas pueden ser más profundas. El mismo hecho de que Ferraz y Zapatero hayan forzado a que todos los secretarios provinciales firmasen un manifiesto apoyando los futuros pactos es señal de que no están nada seguros de que la unión se mantenga.
Pero que nadie se engañe, las grietas no son tantas y tan profundas como para que aquellos que mantienen poder –como es el caso de los diputados nacionales- se rebelen. Por eso, la llamada del PP a romper la disciplina del voto no tenía ninguna viabilidad práctica. Su único sentido podría encontrarse en lo testimonial, colocando ante la cara de todos los diputados socialistas su complicidad con el sanchismo y su enorme contradicción, al ser representantes de extremeños, castellanos, andaluces, etc. En cualquier caso, el momento más adecuado para que algún diputado socialista se descolgase no era la votación pasada, sino las próximas, especialmente si se llega a votar una ley de amnistía. Pero tampoco hay que esperarlo.
Resulta sorprendente que el sanchismo hable de transfuguismo, como asombroso es que Yolanda Díaz afirme que el transfuguismo es la mayor de las corrupciones, frase que Sánchez ha repetido. La primera no ha tenido ningún empacho no ya en romper la disciplina de voto, sino en traicionar abiertamente a la formación política que le había hecho ministra y vicepresidente segunda del Gobierno. El segundo capitaneó el transfuguismo de 15 diputados socialistas (entre los que se encontraba la actual ministra de Defensa) en la votación de la investidura de Rajoy. En cualquier caso, se equivocan de diana: la mayor corrupción no está ni mucho menos en lo que se denomina transfuguismo, se encuentra en comprar y conseguir el gobierno pervirtiendo las instituciones y la democracia.
republica.com 5-10-2023