Sánchez cambia los nombres. A la impunidad la llama desjudicialización y ahora a la amnistía la denomina generosidad. Se ha vuelto generoso de repente. Solo a partir del 23 de julio. Parece que la generosidad tiene una relación directa con el número de votos que se necesitan para obtener la mayoría. Sánchez precisa de muchos (cincuenta y cinco), así que se ve obligado a ser muy generoso. Por eso le llaman Pedro el de las mercedes. Parangonando así al primer Trastamara, Enrique II, que recibió tal calificativo por la cantidad de dádivas que tuvo que entregar a los nobles para que le coronasen en detrimento de su hermano Pedro, al que unos han dado en llamar el cruel y otros el justiciero.

Lo de las mercedes en realidad no era muy exacto porque no se trataba desde luego de dádivas, sino de pagar un precio por la corona. Tampoco en sentido estricto a lo de Sánchez se le puede dar el apelativo de generosidad porque está comprando algo, la Moncloa. El precio que se abona no es personal, sino público, lo sufragamos todos los españoles; primero, violentando hasta el máximo el Estado de derecho, pero también con dinero si no, los independentistas catalanes dejarían de serlo, porque detrás de las banderas, las entidades, los hechos diferenciales y hasta de la lengua lo que aparece enseguida es el “España nos roba”.

A las negociaciones de la investidura se intenta incorporar el acuerdo sobre los presupuestos y, por lo tanto, pensemos lo peor: se van a introducir las cesiones dinerarias que se piensa otorgar a Cataluña y al País Vasco (regiones sojuzgadas) a costa de extremeños, andaluces, castellanos, aragoneses, etc., que, como se sabe, son pueblos opresores.

Con los indultos Sánchez habló de concordia, de reconciliación y de entendimiento. No empleó la palabra generosidad y, sin embargo, esta palabra hubiera sido entonces más apropiada que ahora porque, aunque también se trataba de pagar un precio, en aquellas circunstancias Sánchez -es decir, el Estado- otorgaba el perdón, perdón que los independentistas no estuvieron nunca dispuestos a reconocer ni a pedir formalmente. Querían lo que ahora van a conseguir con la amnistía, que sean Sánchez y el Estado los que les pidan perdón a ello, pues, como dice el presidente del gobierno, ha sido un conflicto político que nunca tendría que haber derivado en una acción judicial.

La amnistía es el reconocimiento de que el Estado se había equivocado, de que la Constitución es odiosa y despótica y que los llamados golpistas no cometieron delito alguno, sino que habían defendido sus derechos y los del pueblo catalán, frente a un Estado que les había perseguido injustamente. Es más, que aquellos que habían aplicado la Constitución y las leyes que de ella se derivan habían actuado de forma inicua y abusiva.

Andan los juristas, constructivistas o no, buscando el encaje de la amnistía en la Constitución. Algunos defienden que como nada se dice de ella en la Carta Magna no existe impedimento para que las Cortes la aprueben. Tampoco se dice nada de la esclavitud, de la tortura o de la ley del Talión y no por eso se puede afirmar que la Constitución las permita. Durante su tramitación en 1978 se presentaron cuatro enmiendas para introducirla y las cuatro fueron rechazadas. Lo que sí se incorporó fue la prohibición de indultos generales. Es difícil de entender que se niegue lo menos y se pueda llegar a autorizar lo más.

Pero es que, además, la constitucionalidad o no de la amnistía no se puede juzgar en abstracto, sin tener en cuenta qué es lo que se va amnistiar. En este caso es imposible que lo recogiese la Constitución. Sería como ir contra ella misma. Es como si afirmara que el régimen que establece es opresor y por lo tanto debiera prever la amnistía para aquellos que en el futuro se rebelen contra el despotismo.

La amnistía cabe interpretarla o bien como la terminación de una guerra interna (conflicto, dicen los soberanistas) y en la que se establece un armisticio, olvidando todas las injusticias y responsabilidades en que se haya podido incurrir tanto en un bando como en el otro, o bien que haya que cambiar las reglas de juego porque las hasta ahora existentes eran injustas y por lo tanto inocentes los que se hubiesen rebelado contra ellas.

Tal es sin duda el planteamiento de los golpistas, pero esto poco tiene que ver con la generosidad y con el perdón. Se trata más bien de absolver a los que se condenó y de condenar a los que condenaron y a las leyes que aplicaron, es decir, a la propia Constitución, pero por eso resulta difícil, por no decir imposible, encontrar en esta la autorización de la amnistía.

A menudo la amnistía va unida a una ley de punto final en la que se reconoce la culpabilidad mutua. Ya lo dijo Sánchez cuando los indultos: “En Cataluña todos somos responsables”. Pero es que, paradójicamente, los golpistas no quieren oír hablar de final ni de que ellos son culpables. No tienen que arrepentirse de nada. Están dispuestos a volverlo a hacer. No renuncian ni a la independencia ni a la unilateralidad. Habrá que preguntarse entonces lo mismo que deberíamos haber hecho con los indultos: ¿para qué?

¿Para superar la condición jurídica que se había creado en Cataluña? Fue lo que dijo Sánchez en Granada y nada menos que delante de la presidenta de la Comisión y del presidente del Consejo Europeo. En realidad, no importa demasiado el escenario dada la levedad en que se mueven en la actualidad los dirigentes de la Unión Europea.

Lo cierto es que no ha habido dos bandos, ni una contienda, ni cambio de régimen, ni ninguna necesidad de punto final. Solo se ha producido un golpe de Estado por parte de un gobierno y unas autoridades autonómicas que cometieron traición, rebelándose contra el Estatuto de su propia Comunidad y contra la Constitución, en función de los cuales habían sido nombrados, y la reacción lógica de un Estado defendiéndose. No hay dos bandos culpables, solo uno que además de robar al Estado -es decir, a todos los españoles-, emplearon lo robado para ir en contra de más de la mitad de los catalanes y del resto de España.

Hablemos claro. Tal como afirmó el Tribunal Supremo refiriéndose a los indultos, sería una autoamnistía, porque los implicados, los beneficiarios, van a ser quienes al mismo tiempo la aprueben. Vayamos al fondo, dejemos al lado la reconciliación, la concordia, la paz y otras zarandajas. Esto no va de eso. Tampoco va de horizonte ni de la pluralidad ni de cursilerías parecidas. Lo único que está en juego es la compra del gobierno de España, su única finalidad es lograr que Pedro Sánchez y Yolanda Díaz continúen de presidente y vicepresidenta de un Ejecutivo hipotecado.

Al alto cargo que adjudicase un contrato de obras públicas y recibiese a cambio una casa o un chalet, ¿no le tildaríamos de corrupto?, ¿y no consideraríamos tal a quien concediese subvenciones a cambio de obtener financiación para su partido? Sánchez consiguió llegar a la presidencia del gobierno por primera vez con 85 diputados utilizando torticeramente el tema de la corrupción. Y con corrupción pretende mantenerla. ¿No llamaremos cohecho al acto de conceder la amnistía como pago y como contrapartida para adquirir la Moncloa? Es difícil no ver que se comienza a entrar peligrosamente en el ámbito del derecho penal. Quizás podemos encontrarnos ante uno de los mayores casos de corrupción acaecidos en los últimos cuarenta años. Preguntémonos por qué lo llaman generosidad cuando quieren decir soborno.

republica.com 12-10-2023