El jurista Roberto de Ruggiero afirmaba que en la Revolución Francesa se dieron tres revoluciones en una: la liberal, la democrática y la social. De ahí deriva la calificación del Estado moderno como “de derecho, democrático y social”, y así es definido por nuestra Constitución.

Entre los tres atributos hay una relación determinista y, en un orden lógico y consecuente, cada uno de ellos exige e implica los otros dos. El Estado no puede ser ni democrático ni de derecho si no es social, y sin la condición “de derecho” el Estado no puede llamarse ni democrático ni social.

Durante muchos años esta unidad intrínseca e inseparable había que mantenerla frente al neoliberalismo económico, que aparentemente preconizaba los caracteres de derecho y de democrático, pero olvidaba la dimensión social. Había que recordarles que cuando las desigualdades sociales son muy grandes el Estado se transforma en la dictadura de la clase dirigente, la económicamente poderosa. Pero las cosas han cambiado y, paradójicamente, lo que hay que defender hoy con mayor urgencia es que sin derecho el Estado no puede ser ni democrático ni social. O tempora, o mores.

En la actualidad se da una tendencia, relativamente reciente, que se fija de manera exclusiva en el criterio de democrático y se olvida de la sujeción al derecho. Se piensa que los votos permiten todo y que quienes ganan unas elecciones, sobre todo si se proclaman progresistas, tienen patente de corso para actuar y gobernar sin cortapisa alguna. Hay que recordarles que los gobiernos, por muy democráticamente que hayan sido elegidos, están obligados a funcionar de acuerdo con las leyes y la Constitución. Los votos se emiten ajustándose a unas reglas de juego y a unas pautas que marcan no solo la forma y finalidad de las elecciones, sino también cuáles son las competencias y limitaciones de los elegidos. Las mismas mayorías y minorías se forman de acuerdo con normas determinadas, y tal vez serían otras si estas últimas cambiasen. Dictaduras ni la de los votos.

Fue en Francia, a partir de Napoleón III, cuando surgió la expresión “golpe de Estado”, designando con ella la insurrección que se realiza frente al orden jurídico, transgrediendo la ley y el statu quo pero desdeel poder. En el golpe de Estado, a diferencia de la revolución, es el poder el que pretende cambiar el marco de juego gracias al cual precisamente ha sido nombrado, en la creencia de que las competencias de los elegidos son absolutas y que no tienen que supeditar sus dictados ante nadie ni ante nada.

Recientemente esta mentalidad y forma de actuar, en paralelo con el auge del populismo, se ha extendido en bastantes regiones de América Latina. Algunos gobiernos, aunque elegidos de manera democrática, se olvidan del Estado de derecho y se deslizan hacia sistemas autoritarios y absolutos, en algunos casos dictatoriales, modificando los regímenes sin respetar las reglas establecidas para ello. Curiosamente, con frecuencia acusan de golpistas y subversivos a aquellos que se les oponen. Cómo no acordarnos de Carl Schmitt y su definición de soberano, “es quien decide sobre el estado de excepción”, decisión que puede tomarse sin vinculación normativa de ningún tipo.

En España el ejemplo más claro lo constituyó el golpe de Estado de los independentistas catalanes en 2017. Basándose en que el Parlamento de Cataluña era soberano y que ellos tenían en él mayoría (en escaños, no en votos) se creyeron con la potestad de modificar -unilateralmente y sin someterse a las normas y procedimientos establecidos- la Constitución y de cambiar la estructura territorial de España. Negaban la competencia del Tribunal Constitucional para determinar lo que podía y no podía aprobar el Parlamento catalán.

Al margen de que la soberanía no reside en la sociedad catalana, sino en la totalidad de la española, lo cierto es que el haber ganado unas elecciones no les daba derecho a actuar en contra de la Constitución ni a negar la autoridad que posee el Tribunal Constitucional para señalar lo que se adecua o no a la Carta Magna.

A partir de que Sánchez ganase con apoyo de los golpistas catalanes la moción de censura, esta falsa concepción del orden político mantenido por los secesionistas se ha ido introyectando poco a poco en el Estado y más concretamente en el Gobierno, así como en los partidos que lo apoyan. Incluso han asumido su mismo lenguaje. Términos como conflicto político o desjudicialización de la política indican de forma bastante clara cómo lo que en realidad se pretende es crear para la política un ámbito de impunidad, en el que el derecho y la ley no rigen. De ahí los ataques a los jueces cuando estos pretenden simplemente aplicar el orden penal y constitucional. A lo largo de estos cinco años hemos visto hasta qué punto esta mentalidad ha ido tomando fuerza, se ha extendido entre la población, y no solamente entre la vasca o catalana, sino también en el resto de España, e increíblemente ha terminado por ser aceptada como algo normal y lógico. El 23 de julio ha dado buena muestra de ello.

Poco a poco, el sanchopopulismo ha buscado los agujeros y los resquicios para ir desarmando las instituciones y el Estado de derecho. Fisuras de muy dudosa legalidad y por las que desde luego ningún otro político se habría atrevido hasta entonces a adentrarse. Ha traspasado barreras que se sobreentendía que eran tabú; ha utilizado de manera torticera y abusiva prescripciones legales cambiando su finalidad y su funcionamiento normal; ha empleado a discreción y de manera persistente instrumentos normativos previstos únicamente como extraordinarios y de máxima urgencia. Hasta ahora se ha movido en el filo de la legalidad. Dada la falta de transparencia, es difícil afirmar en qué medida la ha transgredido.

Durante estos años, Sánchez no ha tenido ningún reparo en hacerse por todos los medios a su alcance con el control de las instituciones, debilitando al máximo la división de poderes. Especial gravedad tiene el sesgo que ha adoptado el Tribunal Constitucional, tanto más cuanto que es bien sabido el objetivo de los aliados necesarios del futuro gobierno; todos ellos empeñados en destruir al Estado, y sin que tengan límites ni sus reivindicaciones ni sus exigencias; y no parece que tampoco vaya a tener fin la capacidad de cesión de Sánchez.

En los momentos actuales, la amenaza se hace más inminente cuando el resultado electoral ha proporcionado a Sánchez la creencia de que goza de impunidad, y cuando, al mismo tiempo, necesita los votos de independentistas de todos los pelajes y en general de todos aquellos que pretenden cambiar por cualquier medio el orden constitucional.

De cara al futuro surgen los peores augurios. Los acuerdos firmados sin ningún pudor por el PSOE con los partidos separatistas y aplaudidos por Sumar indican claramente que, una vez más, Sánchez está dispuesto a todo con tal de perpetuarse en el poder. Necesita controlar al legislativo y de ahí su cesión absoluta a los distintos secesionismos, adoptando íntegramente su discurso, incluso el golpista, tergiversando la historia. No le importa tampoco para ello dividir el país y sacrificar las regiones más desfavorecidas a los intereses económicos de dos autonomías, que casualmente son de las más ricas. Pero para mantener unido al Frankenstein y controlar al legislativo, Sánchez precisa algo más, intervenir al poder judicial, y parece ser que ese es el camino que ha comenzado a recorrer y en el que está dispuesto a llegar hasta donde sea necesario. En los pactos firmados sobresale por su gravedad  el compromiso de someter las decisiones de los jueces a comisiones parlamentarias.

No constituye ninguna exageración afirmar que nos estamos acercando peligrosamente a ciertos regímenes populistas de América Latina. Lo malo de estos golpes de Estado es que son silenciosos y las sociedades solo se dan cuenta cuando ya no hay remedio. Durante cinco años, tertulianos, plumillas y demás propagandistas sanchistas vienen calificando a los críticos de alarmistas y descartan que Sánchez vaya acometer tal o cual medida. Lo cierto es que antes o después termina imponiéndola y lo que nos parecía imposible se convierte en realidad. Entonces los voceros del sanchismo que antes se habían pronunciado en contra de ella, giran en redondo y, siguiendo a su jefe, terminan justificándola. Lo peor de todo ello es que gran parte de la sociedad poco a poco acaba por no darle importancia y acepta lo insólito como natural. Continúa así esa historia insólita a la que me réferi en el libro publicado hace tres años en el Viejo Topo con ese mismo título.

El riesgo es innegable. Nos deslizamos por una pendiente muy inclinada que puede terminar con el Estado de derecho en España (o al menos deteriorarlo gravemente) y acercarnos a los regímenes de ciertas repúblicas bananeras, lo que implicaría, aunque se pregone lo contrario, que tampoco podría permanecer por mucho tiempo, tal como decíamos al principio del artículo, ni la verdadera democracia ni el Estado social.

republica.com 16-11-2023