Hace un año, tal día como hoy, 4 de enero, falleció Nicolás Redondo Urbieta. Con tal motivo se celebró un homenaje el pasado 14 de diciembre -fecha emblemática-, organizado por la UGT, en la que entre otras actividades se presentó un libro en su honor coordinado por García Santesmases y en el que tengo la satisfacción de haber participado. El tiempo lo diluye todo y existe el peligro de que los intereses presentes terminen escribiendo una nueva historia. Salvar la memoria de personajes como Nicolás Redondo y lo que él representó no solo es un acto de agradecimiento, sino una necesidad para la sociedad contemporánea, y una interpelación a los actuales sindicatos. Es por ello por lo que he creído conveniente dedicar el artículo de esta semana a transcribir mi colaboración en el citado libro:

¿Qué decir en un solo artículo de Nicolás Redondo? De él sería posible escribir no un libro, sino muchos. Se podría hablar de su etapa de niño de la guerra o quizás de su lucha contra el franquismo o de sus relaciones con los socialistas vascos en el exilio o de su nombramiento como secretario general de UGT y de los congresos de 1971, 1973, o de su papel en la Transición, o de su actuación en Suresnes, o de aquellos primeros años de democracia, en los que existía una luna de miel entre el partido y el sindicato, y de otros muchos temas más.

Me centraré, sin embargo, en un único aspecto: la encrucijada en la que se vio inmerso Nicolás -y todo el sindicato con él- cuando el partido hermano llegó al poder. En realidad, se trata del mismo dilema en el que se encuentran en general las formaciones de izquierdas, bien sean políticas o sindicales, cuando un partido de la misma ideología asume el gobierno. En octubre de 1982 el partido socialista gana las elecciones, pero no con una mayoría cualquiera, sino con 202 diputados, cifra que le daba un poder cuasi absoluto; le dejaba prácticamente sin oposición política.

Desde el primer momento, el PSOE de Felipe González se creyó con derecho a erigirse en el referente de todas las izquierdas y de exigir a todas ellas, fuesen las que fuesen, que no practicasen la mínima crítica ni pusiesen ningún obstáculo a la acción de un gobierno de su propia ideología. En el campo político, se acuñó la expresión de “la casa común de la izquierda” y se requería a IU y a otros partidos minoritarios que secundasen su política y sus decisiones; en el campo laboral, las organizaciones sindicales, y con más motivo UGT como sindicato hermano, debían convertirse en la correa de transmisión del Gobierno y legitimar su política.

Fue a ese escenario al que tuvo que enfrentarse Nicolás Redondo como secretario general de UGT. La unidad entre partido y sindicato conducía a la subordinación del segundo al primero, y a que fuesen las necesidades del PSOE -o más bien del Gobierno- las que marcasen la actuación sindical. El hecho de que la mayoría de los afiliados tuviesen la doble militancia colaboraba a ello. Asimismo, era la causa de que muchos miembros del sindicato, incluso situados en puestos importantes de la organización, emigrasen al Gobierno, desempeñando altos cargos en la Administración. Hasta Nicolás y Antón Saracíbar ocuparon un escaño en el Congreso.

Muy pronto se vio que la situación para el sindicato era inviable, si no quería resignarse a ser una prolongación del partido y del Gobierno. El primer momento crítico surgió en 1985 con la aprobación de la Ley sobre la Reforma de las Pensiones. Redondo y Saracíbar se vieron obligados a romper la disciplina del grupo votando en contra de la ley. No obstante, el problema no era puntual, sino estructural: la imposibilidad de servir a dos señores. Nicolás se dio cuenta de que para ser congruente y no caer en una situación de contradicción permanente y de esquizofrenia no podía seguir en el Parlamento, donde se vería obligado, tal como había ocurrido con la ley de las pensiones, a romper la disciplina de voto en otros muchos casos. Así que él y Antón Saracíbar en octubre de 1987 renuncian al acta de diputados.

El matrimonio se había roto y surgieron las discrepancias. Los enfrentamientos entre UGT y el Gobierno se hicieron más intensos, ahondándose la brecha entre partido y sindicato. Por otra parte, la sustitución de Marcelino Camacho por Antonio Gutiérrez facilitaba el entendimiento entre las dos grandes organizaciones sindicales y el avance hacia la unidad de acción que, a su vez, exigía la autonomía sindical y librar a cada uno de los sindicatos de cualquier injerencia política. Sería en estos dos principios en los que Nicolás basaría la nueva doctrina. La única finalidad de una organización sindical debería ser la defensa de los trabajadores, independientemente de la fuerza política que gobernase.

La tensión entre partido y sindicato llegó al máximo con la huelga general del 14 de diciembre de 1988. Cuando se convocó, la sorpresa -y por qué no decirlo, el desasosiego- recorrió la familia socialista. Y en cierta manera este desconcierto llegó también a la prensa. Previamente al día de la huelga, tanto El País como Diario 16 publicaron sendas entrevistas con Nicolás Redondo. La primera la realizó Sol Alameda el veinte de noviembre; la segunda, José Luis Gutiérrez y Juan Carlos Escudier, publicada el veintisiete del mismo mes. Ambas se interesaban por la causa del cambio que se había producido en el secretario general de la UGT. Se preguntaban, al igual que otros muchos, cómo era posible que quien en cierto modo se había entendido con Suárez plantease una huelga general a un gobierno de izquierdas.

La respuesta de Nicolás era siempre la misma: las circunstancias se habían modificado. Con UCD la prioridad era consolidar la democracia. Exigía un ejercicio de responsabilidad de todos los agentes políticos y sociales. Por otra parte, la situación de la economía había variado mucho. La crisis había pasado y era el momento de que los trabajadores participasen de la tarta. En todo caso, él no había cambiado, en clara alusión a que eran los otros los que habían evolucionado. Lo cual resultó totalmente cierto, eran el Gobierno y la Ejecutiva del PSOE -además, en consonancia con otras formaciones socialistas europeas-, los que habían abandonado la socialdemocracia para asumir lo que se llamó el “social liberalismo”. No es que Nicolás Redondo se hubiese echado al monte. Él permaneció siempre en la socialdemocracia. Solo hay que leer sus discursos, o las entrevistas, comenzando por las dos citadas.

En los aledaños del Gobierno y de la Ejecutiva del PSOE no se terminaban de creer la nueva situación. No entendían que un sindicato socialista declarase una huelga general a un gobierno también socialista. Así que acuñaron una explicación simplista y pedestre. Todo se debía al resentimiento de Nicolás Redondo porque en Suresnes no se le nombró secretario general, sino que fue Felipe González el designado. La interpretación entraba dentro de la campaña de desprestigio y descrédito que precedió a la huelga. No obstante, la teoría era sin duda descabellada, la trayectoria de Nicolás dejaba bien claro que él siempre había apostado por la actividad sindical, y fue él además el que hizo posible -en contra, por ejemplo, de Pablo Castellano- el nombramiento de Felipe González. En cualquier caso, resulta esclarecedor lo que solía afirmar Nicolás cuando se le hablaba de Suresnes. Manifestaba que él facilitó el nombramiento de Isidoro, no de Felipe González, queriendo indicar con ello que no reconocía al Isidoro de otras épocas en el Felipe González de ahora.

Es de sobra conocido el éxito que tuvo la huelga general. Creó un modelo para la acción sindical aun fuera de nuestras fronteras. Hizo tambalearse al Gobierno, le obligó a pactar y se consiguió gran parte de las reivindicaciones sociales. En el aparato del PSOE y en el Gobierno no se aceptó nada bien la derrota. Calificaron la huelga de política, lo que estaba muy alejado de la realidad; aunque hay que reconocer que la excepcional mayoría con que contaba el partido socialista originó que apenas tuviese oposición política y que algunos, muy a pesar de la voluntad y del deseo de Nicolás Redondo, atribuyesen ese papel a la contestación sindical.

Hay quienes fueron más allá, manifestando así la agresividad y el resentimiento que se originaron en los altos estratos del partido y del Gobierno contra Nicolás. Carlos Solchaga atribuyó la pérdida por parte del PSOE de las elecciones de 1996 a las críticas deslegitimadoras de UGT, como si el partido socialista no hubiese hecho suficientes méritos para cosechar por sí mismo el fracaso.

Almunia abominó de la nueva situación creada y se preguntaba: “Quién es Nicolás Redondo para decirnos lo que es y no es de izquierda, cuando él se ha quedado viejo y muy antiguo para definirla”. Y Javier Solana, en la misma línea, reprochaba a Nicolás que por frustración y por envidia no hubiese sabido adaptarse y hubiese querido mandar en Felipe.

En realidad, los que no habían sabido adaptarse a la nueva situación eran ellos, que continuaban pensando que la labor del sindicato debía reducirse a ser un instrumento de la actuación política del partido. El mérito de Nicolás consistió en que, gracias a él y a los que con él colaboraron, se consagró una nueva doctrina sindical basada en los dos principios básicos, la autonomía sindical y la unidad de acción. Sus líneas fundamentales quedaron materializadas en su intervención en el XXXV Congreso, de abril de 1990. A partir de entonces, apareció de forma clara que la acción sindical era distinta de la acción política. Ser sindicato de clase no significaba ser cautivo de un partido. Es más, el sindicato debía ser transversal y estar abierto a los militantes de todas las formaciones políticas, aunque manteniendo siempre una inclinación a favor de los trabajadores y de las clases bajas.

A pesar de que a nivel teórico esta doctrina parece consagrada, la tentación a la involución surge tan pronto gobierna una formación de izquierdas. La tendencia a cobijarse bajo las alas protectoras del gobierno puede ser demasiado fuerte; la comodidad, grande, y nadie garantiza que tanto en el ejecutivo como en el sindicato no haya etapas en las que se desee la involución. La actuación de Nicolás Redondo y de todos los que le acompañaron puede servir de ejemplo para que el retroceso no se produzca o, al menos, no se consolide.

republica.com 4-1-2024