La líder de Sumar, tras su gira por Bélgica en aras de rendir pleitesía a un prófugo de la justicia, se supone que, a petición de su señorito, el de las mercedes, se ha dedicado profusamente a crear un grupo de juristas expertos que preparasen el camino a la amnistía que se avecina. Es verdad que casi todos los partidos y gobiernos a la hora de tomar decisiones incómodas o impopulares han constituido a menudo una comisión de expertos tras la que escudarse. Pero en el caso del sanchismo ha sido una marca de la casa y ha empleado esta estratagema con total liberalidad.

El Gobierno sanchista, ante las críticas, se ha escondido siempre detrás de las decisiones técnicas. Esa táctica se hizo presente de una y otra vez durante la pandemia. Todo se les iba en afirmar que ellos lo único que hacían era seguir los criterios de la comunidad científica, la opinión de los expertos. Pero, al mismo tiempo, se negaban reiteradamente a facilitar sus nombres.

A pesar de sus continuas referencias a los científicos y a los criterios sanitarios y epidemiológicos, Illa no fue capaz de dar una explicación ni de presentar un informe consistente sobre la materia. No dejó de ser asombrosa esa continua demanda del ministro de Sanidad: “Hagan caso a la ciencia”, que exclamaba con tono profesoral, mientras el gobierno central nos engañaba a todos con un comité de expertos inexistente. Esta era la ciencia del señor Illa: cambiar de opinión según le interesase al Ejecutivo.

Tan solo cuando el Consejo de la Transparencia le concedió un plazo perentorio de diez días (o, de lo contrario, le amenazaba con recurrir a la jurisdicción contencioso-administrativa) para facilitar los nombres de los miembros de ese comité fantasma de expertos -tras el cual, el ministro filósofo y candidato a la presidencia de la Generalitat se había escondido siempre para revestir de razones sanitarias lo que eran simples decisiones políticas-, se resignaron a decirnos quiénes eran los afortunados que lo componían, o más bien, a decirnos que en realidad ese comité nunca existió y todo quedaba reducido al locuaz Simón, nombrado en su momento a dedo por ser familiar de un ministro del PP, y a los funcionarios de un departamento inexistente desde hacía muchos años.

Pero nada como la explicación ofrecida por Calvo, entonces vicepresidenta del Gobierno: “Funcionarios, expertos cualificados, que tienen ese cargo, especialmente el doctor Simón, por razón de su expertitud”. Ahí es nada, expertitud. Esta palabra debía entrar a formar parte del lenguaje inclusivo.

Y es esa misma expertitud la que debió de utilizar como criterio la ministra de Trabajo a la hora de elegir a los componentes de esa comisión de expertos dedicada a analizar la posible repercusión sobre el empleo del Salario Mínimo Profesional. La ministra de Hacienda también creó su propio grupo de expertos para que dijesen en materia fiscal lo que interesaba al Gobierno. Y es que la finalidad de los expertos está siempre en concluir aquello que desea quien les nombra. De lo contrario, no son tenidos por expertos. Es cierto que, en el caso de Hacienda, cuando aparecieron las conclusiones del informe el Gobierno ya había cambiado de bando y no les hicieron ningún caso. La verdad es que salimos ganando.

Yolanda Díaz repite en expertitud y ha elegido a sus juristas de cámara con la finalidad de que justifiquen lo injustificable, que una amnistía a los golpistas del 1 de octubre es constitucional y útil. En realidad, el dictamen, tal como pomposamente lo llaman, se dirige a demostrar más lo segundo que lo primero. Claro que debemos preguntarnos, ¿útil para quién?

He desconfiado siempre de las comisiones de expertos independientes porque nunca son tan independientes como aseguran y su condición de expertos siempre resulta discutible. Casi siempre son profesores de estudios superiores, de los miles y miles que hay en España, provenientes de los cientos y cientos de las facultades que han surgido al abrigo de las autonomías y de los negocios privados. Los profesores universitarios se han multiplicado como las setas. Hasta nuestro ínclito presidente del Gobierno lo ha sido, con doctorado incluido, eso sí, donado, de la misma forma que antes lo habían recibido gratuitamente los miembros que componían el tribunal que le calificó.

En esto de la amnistía no nos podían defraudar y, aunque lo denominen pomposamente dictamen, es ideológico más que jurídico. A pesar de ello, ninguna formación política ha querido reconocer su paternidad. Los socialistas han renegado de él puesto que Conde Pumpido no había dado aún el visto bueno. Tampoco les ha gustado a los golpistas, porque, para independentistas, ellos, y no quieren que nadie les quite el protagonismo. Ya han constituido su propio grupo de expertos

Más extraño ha sido el caso de Sumar -y más concretamente el de Yolanda Díaz- que, después de estar varias semanas anunciando a bombo y plantillo el gran acontecimiento, rebajaron el tono y lo convirtieron tan solo en el dictamen de unos juristas. O bien el jefe de la Moncloa les dio un toque y les dijo que convenía esperar, o bien pensaron que era más diplomático y sagaz hacer pasar todo ello como un trabajo exclusivamente técnico.  Si el motivo fue esto último, hay que reconocer que constituyó un intento vano porque no hay que ser muy ducho en la materia para darse cuenta de que el susodicho dictamen no destaca por su solidez jurídica.

Aparte de ser farragoso, y donde todo parece confuso y desordenado, a efectos de demostrar que la amnistía es acorde con la Constitución del 78 se basa de forma sustancial en primer lugar en que la Ley de 1977 y el Decreto-ley de 1976 no fueron derogados ni tácita ni expresamente por la Constitución y, en segundo lugar, en que después de aprobarse esta se han concedido amnistías fiscales.

En cuanto a lo primero nadie ha puesto en duda que fuesen compatibles con la Constitución del 78 las amnistías aprobadas con anterioridad. Más bien fueron precisamente su antesala, y la condición para iniciar una etapa política nueva. Una exigencia ante el corte jurídico e institucional que se producía en ese momento. Pero precisamente por ello no parece que una nueva amnistía pueda ni deba darse en la época posconstitucional, en la que no se ha producido por ahora ningún cambio ni de régimen ni de sistema. A no ser que lo que se pretenda sea precisamente eso, el cambio.

En cuanto al segundo argumento, los señores juristas, casi todos ellos de derecho penal, parecen ignorar el carácter de las mal llamadas amnistías fiscales, que representan tan solo una regularización de la situación tributaria. No llegan ni a la categoría de indulto, porque, si bien se conmutan a determinados contribuyentes las sanciones a las que podían haberse hecho acreedores por la ocultación de determinados bienes o activos, casi siempre es a cambio de una contraprestación dineraria, aunque de menor cuantía que el monto que les pudiera haber correspondido pagar si hubiese sido la administración tributaria la que hubiera descubierto la infracción y, de lo que es más importante, con la condición de que hayan sido ellos mismos los que confiesen su situación irregular, afloren los bienes o activos hasta entonces ocultos y empiecen a tributar adecuadamente por ellos.

Como se puede apreciar, nada que ver con una amnistía penal. Quizás, puestos a realizar comparaciones, en todo caso debiéramos referirnos a la colaboración que a menudo establece el Ministerio Fiscal con los acusados a los que rebaja la petición de condena y, lógicamente, de la pena a cambio de su confesión o de descubrir determinados hechos hasta entonces opacos. En ambos casos se produce un “do ut des”.

Sin duda, la parte más extensa del llamado dictamen es la ideológica que parte, con frecuencia, de supuestos totalmente falsos como el de que desde 2013 existe un conflicto entre Cataluña y el Estado español. Los independentistas no son Cataluña. Y el único conflicto que existe es, como en toda cuestión penal, entre la ley y unos delincuentes que no dejan de serlo por muy numerosos que sean, y por mucho que se les indulte.

Tampoco se puede identificar, tal como hacen los llamados expertos, la no militancia de nuestra Constitución con el llamado derecho a decidir que, aunque se le denomine con este eufemismo, no deja de ser derecho a la autodeterminación que nuestra Carta Magna no reconoce a ningún territorio nacional y que la ONU solo  contempla para las colonias; y no parece que nadie pueda calificar de tal a Cataluña.

Los expertos nos ilustran acerca de lo que es ciertamente una obviedad. Que la elaboración del derecho penal es competencia del Parlamento y que en esa función mantiene un amplio margen. Nadie puede negarlo, pero tampoco que esa discrecionalidad política está limitada por la propia Constitución y, sobre todo, que si a las Cortes les corresponde elaborar las leyes a los jueces les corresponde aplicarlas. Mal que a algunos les pese.

Pero en eso radica la división de poderes, aunque precisamente de ella es de la que reniegan algunos. En todo régimen populista el ejecutivo, después de controlar al legislativo -lo que le suele resultar casi siempre bastante fácil-, coloca en su diana al judicial que, para el bien de los ciudadanos en España no se identifica con los profesores universitarios, aunque siempre existe un intento del poder político para introducirlos por la puerta de atrás. Cuarto turno, juristas de reconocido prestigio, etc.

Toda la segunda parte del famoso dictamen pretende ser una enmienda a la actuación del poder judicial, a jueces, a fiscales, y sobre todo a los planteamientos del Tribunal Supremo (TC). Los expertos juristas son muy dueños de mantener esa crítica, como algunos también estamos en nuestro derecho de pensar que sus esfuerzos argumentales no llegan ni a arañar lo más mínimo la solidez jurídica de la sentencia. Que a mi entender es impecable y tumbativa, excepto al final, cuando la conclusión lógica debería haber sido el delito de rebelión y, sin embargo, dando un salto en el vacío se inclina por la sedición. (Ver en estas mismas páginas mi artículo de 17 de noviembre de 2019 titulado Sí, hubo golpe de Estado).

La sentencia, después de aceptar la tesis de la Fiscalía acerca de que la violencia en la rebelión no tiene por qué ser física, sino que puede ser también compulsiva, y tras demostrar que esta se había dado profusamente en el procés, abandona esta calificación y se desliza a la sedición. Razón: que, tal como argumentó Calvo, Pedro Sánchez era ya presidente del Gobierno y que cuando calificó como rebelión lo acaecido en Cataluña no lo era. Ahora estaba ya en el Gobierno y sustentado por los propios golpistas. No tiene por tanto nada de extraño que pretendiese influir lo más posible en la sentencia, primero obligando a la Abogacía del Estado a cambiar la calificación y, segundo, queriendo predisponer a alguno de los jueces más adeptos a que se inclinasen por el fallo más benigno.

El propósito de que la sentencia se ratificase por unanimidad hizo el resto. Bien sabía Marchena la multitud de juristas expertillos que, al servicio de todo tipo de intereses, intentarían desacreditar al Tribunal. Pero, paradójicamente, de esa manera creo yo que se facilitó la posibilidad de críticas, porque lo que era un delito claro de rebelión resultaba más complicado encajarlo dentro de la sedición. Una vez más, se cumplió que la unanimidad no era más que la dictadura de la minoría.

En contra de lo que dice Sánchez, lo que contuvo el golpe y lo sigue conteniendo hasta ahora es el Código penal y fue la aplicación del Código penal lo que hizo huir a Puigdemont en un maletero de coche. Los expertos juristas quieren borrar todo eso con la amnistía, y empezar una historia nueva. Lo de borrar es imposible. Los secesionistas pretendieron arrebatarnos la soberanía sobre Cataluña al resto de los españoles. Es un hecho que difícilmente puede desvanecerse ni olvidarse. Lo de la historia nueva no parece que ni Puigdemont ni Oriol Junqueras lo quieran. Ni tampoco parece que lo permita la Constitución y, además, seguramente nos conduciría a la catástrofe.

republica.es 19-10-2023