Si he de ser sincero conmigo mismo, tengo que reconocer que mi postura política -creo que de izquierdas, aunque uno no sabe ya si soy de los míos- ha estado mucho más marcada por un intento de mantener la coherencia intelectual que por ninguna otra motivación ética, altruista, etc. No puedo sufrir las contradicciones. Por eso me he posicionado siempre en contra del neoliberalismo económico. Me repugnan las falacias y los sofismas de un discurso que, bajo la apariencia de argumentos técnicos, esconde solo intereses económicos. Creo que con el sanchismo me ocurre algo parecido. Su relato se funda en la incoherencia y pretende dar gato por liebre.

Sintomático de lo anterior es su argumentación acerca de la amnistía. Esa amnistía que, según el nuevo ministro de Transportes, va a ser de penalti, aun cuando la quieren mucho. Por eso el discurso sanchista es tan paradójico. Por una parte, afirman que es imprescindible para restablecer la concordia y el entendimiento en Cataluña; pero cuando se les objeta que entonces cuál ha sido la razón de no haberla incluido en el programa electoral, cambian de vía y mantienen que a veces hay que hacer de la necesidad virtud, y que era una de las condiciones indispensables para constituir un gobierno de progreso.

Acuden a una u otra fórmula, según les conviene, aun cuando ambas son incompatibles entre sí. En algunos casos como el de Patxi López, en el Congreso, echa mano de las dos, no obstante ser contradictorias. Tan pronto afirmaba que la razón radicaba en superar la confrontación en Cataluña como alegaba que el motivo  tenía que ver con lo pactado con sus socios.

No merece la pena que nos detengamos en el primer punto. Es bien sabido que los soberanistas son insaciables y que las cesiones les hacen cada vez más fuertes y les animan a exigir más y más privilegios y medios. Lejos de pacificar, se incrementa la crisis. Resulta evidente que de ninguna manera el PSOE hubiera aprobado la amnistía si no constituyese el precio, entre otros, que haya sido obligatorio pagar para la investidura, es decir, para que Sánchez y sus adláteres se mantengan en el gobierno.

Y aquí comienza el problema, porque dicho así resulta muy duro, suena a corrupción y a cohecho. Hay que revestirlo, camuflarlo. Calviño ha declarado refiriéndose a la amnistía: “Lo que a uno le pide el cuerpo a lo mejor no se corresponde con lo que es mejor para el país”. En realidad, lo que está pensando es que no sería compatible con haber sido ministra y haber conseguido por tanto la presidencia del Banco Europeo de Inversiones (BEI); pero, como eso es muy rastrero, hay que poner por medio el interés del país y de España. Y ahí aparece Vox, y su utilización.

Sin Vox, Sánchez no sería nada o por lo menos sería algo muy distinto de lo que hoy es. Gracias a Vox, es presidente del Gobierno y parece que gracias a Vox va a continuar siéndolo durante mucho tiempo. Los extremismos siempre son malos y normalmente consiguen los objetivos contrarios a los que persiguen. El origen de Vox se encuentra en el PP, en la parte más montaraz del Partido Popular que, frente al sectarismo de Zapatero, quería la revancha. Consideraban que la política de Rajoy, basada en buena medida en la moderación y el centrismo, no saciaba sus ansias de desquite. Y lo que han conseguido es a Sánchez, y constituirse en la mejor baza que tiene para seguir en el gobierno.

Si Vox no hubiese existido como partido, los resultados de julio habrían sido muy distintos. Con la actual ley electoral, la división en formaciones políticas diversas conlleva que el mismo número de votos se traduce en un menor número de escaños. Pero la utilización que Sánchez ha hecho y quiere seguir haciendo de Vox va mucho más allá. Ha pretendido -y en parte lo ha logrado- que muchos ciudadanos vean a este partido como un monstruo que va a quitarles todos sus derechos civiles, políticos y económicos. Lo ha anatematizado e intenta que cualquier pacto que el PP pueda hacer con él aparezca como un atentado contra la democracia.

Me encuentro con amigos y con muchas personas a las que tengo en alta estima, que están dispuestos a pasarle todo a Sánchez, hasta los mayores disparates democráticos con tal de que Abascal, como dicen ellos, no llegue a la vicepresidencia del Gobierno. Lo cierto es que Vox no está haciendo mucho para deshacer este discurso torticero; más bien al contrario, parece que les agrada esa leyenda negra. Se lo están poniendo bastante fácil a Sánchez. En mi opinión, uno de los defectos más llamativos de esta formación política se encuentra en la chulería de muchos de sus dirigentes, casi fanfarronería, que a menudo les hace antipáticos.

Vox da señales de que se sienten a gusto con el papel que se les está asignando. Han tendido a plantear de forma provocadora los problemas más polémicos. Sus dirigentes a menudo han actuado se diría que satisfechos, como enfants terribles. Da la impresión de que se sienten orgullosos de ello. Continuamente, con dichos o hechos histriónicos, facilitan la coartada del sanchismo. Buena prueba de ello fue la forma montaraz y caprichosa en que entablaron las negociaciones para formar gobierno en algunas de las comunidades autónomas.

La irresponsabilidad de Vox y la insensatez de algunos de sus dirigentes no hace, sin embargo, más verídico ni convierte en menos tramposo el discurso de los sanchistas. Este comenzó con las elecciones andaluzas de 2018. Esa misma noche, después de los comicios, la propia Susana Díaz, tras comprobar que iba a perder la Junta, proponía (después ratificada por Ábalos) un cordón sanitario alrededor de Vox. El culmen de la ridiculez y del desatino en ese afán histérico de aislar a Vox llegó cuando afirmó que, si no computamos a la extrema derecha, la izquierda había ganado las elecciones andaluzas. Algún chistoso apostilló aquello de si no computo las patatas fritas, la hamburguesa, la coca-cola y el helado, hoy he comido ensalada.

Susana Díaz calificó a Vox de partido inconstitucional y anatematizaba todo posible pacto con esta formación política, incluso el hecho de apoyarse en sus votos para llegar a la presidencia de la Junta. La entonces ministra de Justicia, Dolores Delgado, utilizó el mismo apelativo para designar a Vox mientras negaba tal calificación a los golpistas. Todo ello unos meses después de que Sánchez, con el único objetivo de llegar a ser presidente del gobierno, no tuviera reparo alguno en gobernar con todos aquellos que de una u otra forma ponían en solfa la Constitución.

Debería aceptarse sin demasiados problemas que ni las personas ni las formaciones políticas pueden ser calificadas de inconstitucionales por el simple hecho de discrepar de alguna o de muchas disposiciones constitucionales; incluso ni siquiera por que mantengan entre sus objetivos modificarla, siempre que el cambio se pretenda hacer por los procedimientos establecidos en la propia Constitución. De lo contrario, serían muchas las personas y la gran mayoría de los partidos a los que habría que tildar de  inconstitucionales, puesto que al que más y al que menos no le satisface algún aspecto de la Carta Magna y desearía que se modificase.

El término inconstitucional deberíamos reservarlo para los que pretenden cambiarla prescindiendo de los procedimientos legales que la propia Constitución señala, es decir, desde la fuerza. El calificativo, por tanto, les cuadra a los nacionalistas catalanes no en cuanto independentistas, sino en cuanto golpistas. Incluso, el resto de los socios de Sánchez se mueven en una cierta ambigüedad; al menos, se sitúan en el filo del marco constitucional cuando defienden los referéndums de autodeterminación de las distintas partes de España.

Por muy mala opinión que se tenga de Vox, nadie puede decir de ellos que han dado un golpe de Estado o que defienden la violencia política, o que proponen de forma ilegal un cambio de la Constitución o que sus principales dirigentes están huidos de la justicia. Parece ser que están en contra del Estado de las Autonomías, pero igual que otros muchos españoles, cada vez en mayor número, que lo juzgan el mayor error de la Transición y de nuestra ley fundamental. Puede ser que tengan razón, aunque bien es verdad que su desaparición, hoy por hoy, es una demanda sin ninguna posibilidad de prosperar.

Que yo sepa, ni la ley de violencia de género ni la de la memoria histórica están en la Constitución y, desde luego, no constituyen dogmas de fe que no se puedan cuestionar en algunos de sus planteamientos. En política, tan lícito es defenderlas como criticarlas. Cada partido político puede llevar en su ideario lo que juzgue conveniente. En España permitimos incluso entrar y permanecer en el juego político a las formaciones que declaran entre sus objetivos la independencia de una parte de España. Otra cosa es si deberíamos admitirlas cuando su programa enuncia claramente su voluntad de delinquir, por ejemplo, de perpetrar un golpe de Estado.

Los sanchistas y su brigada mediática se esfuerzan en presentar a Vox también como una amenaza contra las mujeres. Estar en contra de las listas cremallera o defender que a igual delito corresponda la misma pena no parece que represente un ataque al género femenino. Son opiniones tan respetables como las contrarias. Hay muchas mujeres que defienden estos postulados. No obstante, lo que sí es cierto es que Vox hace de ello un problema casi metafísico, con lo que ayuda al relato tendencioso de Sánchez. Se pierde en un debate nominalista acerca de si se trata de violencia de género o violencia doméstica, en lugar de reducirlo a una cuestión de derecho penal. No existe ninguna razón para tildar de homófobos a los concejales de una corporación municipal por el hecho de que consideren inapropiado que la bandera LGTBI (al igual que cualquier otra que no sea oficial) ondee en un edificio público, ni es lógico afirmar que tal planteamiento viola los derechos de los homosexuales.

Estos hechos y otros parecidos han dado ocasión a que, exagerándolos, el sanchismo haya elaborado acerca de Vox una leyenda negra. Al margen de que esta formación defienda posiciones más o menos equivocadas, no es desde luego razonable que se la quiera comparar con los defensores del terrorismo, con los golpistas o con los prófugos de la justicia.

Vox mantiene, a mi entender, muchos planteamientos retrógrados, como ese fundamentalismo religioso que chirría, pero en España el fundamentalismo de toda clase abunda. En materia económica es rabiosamente liberal, pero si fuera por eso casi ningún partido pasaría la criba. Defiende un tipo único en el IRPF, aunque tampoco en ello es original, de hecho, ya lo propuso el PSOE de Zapatero con Jordi Sevilla y Carlos Sebastián hace bastantes años. Los sanchistas tildan a Vox de extrema derecha, lo que es una obviedad, ya que si nos empeñamos en ordenar el arco político de izquierda a derecha (aunque está bastante complicado, dado el lío existente) alguna formación tendrá que situarse en el extremo de la izquierda y alguna otra en el extremo de la derecha, pero que sean extremos no quiere decir que haya que aislarlos o considerarlos tabú.

Desde luego yo no los votaría nunca y no deseo verlos en el gobierno. Pero de eso a preferir a golpistas y filoetarras va un trecho. Sobre todo, cuando algunos de ellos son tan de derechas o más que Vox. Es inexplicable -más aún, el culmen del cinismo- que los sanchistas presenten cualquier pacto con esta formación política como un sacrilegio, al tiempo que se entregan en manos de un prófugo de la justicia y de los herederos de ETA, o confieren a Bildu el ayuntamiento de Pamplona.

Por otra parte, hasta ahora en los pactos establecidos no se ha producido ninguna de las hecatombes que el sanchopopulismo ha venido vaticinando. El primer apocalipsis se anunció en Andalucía ante el hecho de que Moreno Bonilla necesitase los votos de Vox para llegar a la Presidencia de la Junta, y fue de tal envergadura la catástrofe y tanto sufrieron los andaluces que tres años después eligieron al candidato del PP por mayoría absoluta. Salvando alguna que otra extravagancia y despropósito de cierto consejero, tampoco parece que se tambalee la Junta de Castilla y León, ni que hayan desaparecido los derechos humanos en la Generalitat Valenciana, incluso por ahora no ha surgido ningún caso como el de Oltra. Es más, hasta es posible que en Baleares muchos ciudadanos piensen que se les han devuelto derechos (por ejemplo, en cuanto al idioma) que se les estaban arrebatando.

Estos gobiernos tendrán éxitos y errores, gestionarán mejor o peor, su política estará tal vez lejos de la que algunos desearíamos, pero desde luego difícilmente se la puede excomulgar del sistema político. Los pactos del PP con Vox pueden no gustar, pero no hasta el punto de preferir los realizados con un prófugo en Bruselas y en Ginebra bajo la mediación de un relator latinoamericano, o los efectuados con aquellos que consideran a los reclusos etarras como “sus presos”. No creo que el peligro mayor que acecha hoy al sistema democrático español se cifre en Vox, sino en ese gobierno Frankenstein que cada vez es más inquietante, que amenaza al Estado de derecho y a la igualdad de todos los ciudadanos. ¿Tierra firme? Más bien, tierra quemada.

republica.com 21-12- 2023