Entre los mantras que maneja Pedro Sánchez se encuentra la cantinela de que España no se va a partir. A lo que habría que contestarle que España se encuentra ya dividida. En este caso no me refiero, aunque sería posible hacerlo, al ingente cisma que Pedro Sánchez ha originado políticamente en la población española, sino a la fractura económica que impera en el ámbito territorial. Existen autonomías de primera y de segunda, e incluso de tercera. España se encuentra dividida como lo está Europa, entre países del norte y del sur, y como en general se halla la sociedad puesto que las clases, como las meigas, haberlas haylas. La diferencia radica en que en estos últimos casos, al menos en lo que debería ser el discurso de izquierdas, se tiende a la igualdad; en el ámbito territorial, por el contrario, el Gobierno formado por Sánchez y sus aliados conspiran para crear más y más diferencias.
Los acuerdos de gobierno firmados por el PSOE, y aplaudidos por Sumar, con los independentistas vascos y catalanes presagian el incremento de los desequilibrios y las desigualdades. Sobresale en ellos la posibilidad de transferir el cien por cien de los tributos a la Generalitat de Cataluña. Desde hace tiempo constituye una reclamación que vienen presentando los independentistas catalanes, gozar de un régimen fiscal similar al del País Vasco y Navarra. No hay que olvidar que, épica aparte, el ‘procés’ se inició ante la negativa de Rajoy en 2012 a conceder este singular sistema de financiación a Artur Mas. Y el 30 de noviembre de 2017, el entonces primer secretario del PSC, Miquel Iceta, escribía un artículo en el diario El Mundo, en el que proponía la cancelación de la deuda que la Generalitat tenía con el Estado (entonces era de 52.499 millones de euros) y la cesión del cien por cien de los tributos a la comunidad autónoma catalana. Como se ve, no solo los soberanistas tiran al monte.
No está mal que antes que nada recordemos que el régimen fiscal que supone el cupo es totalmente anómalo en la doctrina financiera del siglo XXI. Difícil de explicar en Europa, ante cuyas autoridades el Gobierno español ha tenido que comparecer a menudo para defenderlo. Es un régimen más propio de la Edad Media (aunque haya sido actualizado durante las guerras carlistas), en el que la realidad jurídica no se basaba en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley sino en las concesiones, libremente otorgadas o arrancadas, del monarca. Cada territorio tenía sus fueros (privilegios). No existía un sistema fiscal universal propiamente dicho, sino que la Corona obtenía los recursos de cada territorio o ciudad (cupo), siendo luego las instituciones locales las encargadas de recaudar el gravamen entre los ciudadanos.
En 2017, cuando se aprobó por última vez la cuantía del cupo vasco, Margarita Robles arguyó en su defensa que el concierto es un hecho diferencial constitucionalmente reconocido. Tenía razón, pero también es verdad que, como todos los hechos diferenciales reclamados por los nacionalistas, pasan enseguida de hechos a privilegios. La sobrefinanciación, tanto del País Vasco como de Navarra, es un hecho, además de diferencial, irrefutable.
Existe, como es lógico, una cierta correlación entre la renta per cápita de las comunidades y el déficit o superávit de las llamadas balanzas fiscales, aun cuando el cálculo de estas mantenga siempre cierta relatividad. Es fruto de la política redistributiva del Estado, que debe concretarse también en el ámbito territorial. En la correlación de estas dos series, surge, sin embargo, una clara irregularidad, un hecho diferencial, podríamos afirmar. El del País Vasco y Navarra. Ocupan el segundo y tercer puesto en renta per cápita y, no obstante, ambos son receptores netos. Ciertamente en mucha mayor medida el País Vasco, que, según los últimos datos, presenta un saldo positivo superior al de Andalucía, Aragón, Cantabria, Castilla-La Mancha, Galicia, Murcia y La Rioja. ¿Cómo no hablar de injusticia?
Pero centrémonos en Cataluña y en la petición de los independentistas de copiar al País Vasco y a Navarra. En primer lugar, Cataluña es una de las regiones más ricas de España, la cuarta en renta per cápita. Su nivel económico privilegiado no deriva, al igual que ocurre con todas las regiones ricas, de la excelencia propia o de ocupar un lugar privilegiado en la historia, sino de múltiples circunstancias aleatorias, entre las que se encuentra el trato recibido del Estado, y el juego de mercado, por ejemplo, el consumo del resto de España. A su vez, esa situación económica aventajada la convierte por la aplicación automática de la política redistributiva del Estado en contribuyente neto, al igual que en el orden personal los ciudadanos de mayores rentas presentan también de manera lógica un saldo negativo entre lo que contribuyen al Estado y lo que de este reciben. En el ámbito catalán se confunde con frecuencia este déficit con una infrafinanciación, cuando no es tal, sino el resultado racional de los mecanismos redistributivos de la Hacienda Pública, que compensan el reparto injusto del mercado.
El hecho de que en estos años la Generalitat haya presentado un mayor déficit y un incremento mayor en el nivel de endeudamiento que las otras comunidades, no obedece a los defectos que puedan existir en el sistema de financiación autonómica, sino en el destino que cada una de ellas ha dado a los fondos públicos. Es una evidencia, aunque no sea fácil cuantificarlo por ahora dada la complejidad administrativa de la Generalitat, que el llamado ‘procés’ ha absorbido una cantidad ingente de recursos, no solo a través de los organismos y entes públicos creados en la Administración con la única finalidad de garantizar, como se decía, una estructura de Estado, sino también engrasando toda esa inmensa máquina de publicidad y propaganda que ha funcionado sin escatimar gasto para ese objetivo: favores a medios de comunicación nacionales y extranjeros, públicos y privados, embajadas, pago de lobbies, subvenciones a asociaciones, etc.
Por otra parte, no es ningún secreto que el presidente de la Generalitat percibe la retribución más alta de las cobradas por los restantes presidentes de las comunidades autónomas, en algún caso el doble, y mayor que la del propio presidente del Gobierno español. La gravedad no se encuentra tanto en este dato aislado, sino en que, como es lógico suponer, ese alto nivel retributivo se extiende hacia abajo a toda la pirámide administrativa, consejeros, directores generales, etc., hasta el último auxiliar administrativo. Es pública y notoria la diferencia retributiva entre los Mossos d´Escuadra y la Guardia Civil y la Policía Nacional. Pero me temo que eso mismo se podría afirmar de casi todos los empleados públicos.
Es preciso tener en cuenta que en el tema de la financiación autonómica no hay nada gratuito. El dinero que se destina a una comunidad no se destina a otras, bien directamente o bien detrayéndose del presupuesto del Estado, que afecta a todas las comunidades. Es un sistema de suma cero. Con lo que en esta materia no debería haber negociaciones bilaterales sino multilaterales, de todas las comunidades.
La cesión del cien por cien de la recaudación a las autonomías, es decir, que los recursos recaudados por los impuestos en una comunidad se queden en ella, significaría la ruptura de la función de redistribución del Estado en el ámbito interregional, porque no habrá fondo que pueda compensar el desequilibrio creado. La redistribución únicamente se ejercería entre los ciudadanos de cada comunidad autónoma. Lógicamente serían las regiones ricas las que saldrían altamente beneficiadas, mientras constituiría un desastre económico para las menos favorecidas. Por eso lo reclaman los independentistas catalanes. Qué diríamos si Amancio Ortega, Rafael del Pino, Juan Roig o las Koplowitz dijesen algo así como “deseo más autonomía, yo me quedo con mis impuestos y me hago cargo de sufragar mi sanidad, mi pensión, la educación de mis hijos, etc. Eso sí, no pido nada para mí que no pida para los demás, el barrendero también puede hacer lo mismo”.
Así ocurre en la Unión Europea, en la que no se aplica ninguna política redistributiva entre países. Es lo que algunos criticamos de ella y lo que parece que censuraban también gran parte de los que ahora se prestan a aplicar los mismos parámetros dentro de España entre las comunidades autónomas. He ahí la enorme contradicción. Todo por siete votos.
Existe bastante paralelismo entre la situación fiscal de Europa y las aspiraciones soberanistas de Cataluña. Así lo ve Thomas Piketty en su obra “Capital e ideología”: No hay ninguna duda que la politización de la cuestión catalana habría sido totalmente distinta si la Unión Europea contara con un presupuesto federal europeo, como es el caso de Estados Unidos, financiado por impuestos progresivos sobre la renta y sobre las sucesiones a nivel federal. Si la parte esencial de los impuestos por las rentas altas catalanas alimentara el presupuesto federal como es el caso en Estados Unidos, la salida de España tendría un interés limitado para Cataluña desde el punto de vista económico. Para huir de la solidaridad fiscal, habría hecho falta huir de Europa con el riesgo de ser excluido del gran mercado europeo, lo que tendría un coste redhibitorio a ojos de muchos catalanes independentistas”.
Implantar el sistema del cupo en Cataluña conllevaría también la transferencia de la capacidad normativa. Esa competencia la tienen ya, aunque limitada, las autonomías con respecto a los tributos propios y cedidos, lo que constituye un problema. Problema que adquiriría mayores proporciones si se ampliase la cesión, puesto que se crean presiones fiscales diferentes según donde uno viva y, lo que es peor, se establecería una competencia desleal entre las comunidades, el llamado dumping fiscal, que daña la recaudación y la progresividad de los impuestos. En Europa lo estamos sufriendo entre países, pero reproducirlo a nivel regional es nefasto. No creo que sea la medida más adecuada para ser defendida por la izquierda. La paradoja se encuentra en que ha sido la Generalitat la que más ha protestado contra unas autonomías (principalmente Madrid) porque aplicaban su capacidad normativa en los tributos propios.
El resultado sería también funesto para la administración fiscal. Trocear la Agencia Tributaria crearía el caos en la gestión de los tributos y obstaculizaría gravemente la lucha contra el fraude y la evasión fiscal. Se dirá que todo esto ocurre ya con el País Vasco y Navarra. Y es verdad, pero un error no se corrige con más equivocaciones. Hay que tener en cuenta que Cataluña tiene mucha más importancia relativa. Su PIB es el 20 % del PIB nacional.
No se puede olvidar tampoco que las autoridades de una de las comunidades autónomas más ricas han utilizado el inmenso poder que les concedía estar al frente de la Administración autonómica para crear toda una estructura sediciosa capaz de subvertir el orden constitucional y romper la unidad del Estado. La amenaza ha sido tanto mayor cuanto que Cataluña es una de las comunidades con mayores competencias. El peligro está lejos de disiparse, por lo que no parece demasiado acertada la política de conceder cotas de autogobierno más elevadas, más medios, para que en otro momento se puedan volver contra el Estado y, entonces sí, tener éxito. La estrategia debería ser más bien la de limitar en la medida necesaria las competencias de la Generalitat para que nunca más se pueda repetir un hecho tan aciago. Un factor que ha contribuido decisivamente al fracaso de la supuesta república independiente es la ausencia de una hacienda pública propia. Sin ella, resulta muy difícil, por no decir casi imposible, cortar lazos con el Estado. El dinero manda. Es por tanto disparatada la propuesta de ceder la gestión y la recaudación de todos los tributos a la Generalitat.
Los empresarios catalanes han jugado siempre a la ambigüedad. Muchos de ellos han sido cómplices del nacionalismo. Mientras todo se reducía a gritar que España nos roba y obtener así prebendas y privilegios frente a otras comunidades, estaban de acuerdo y colaboraron con entusiasmo, por la cuenta que les traía. No obstante, se asustaron cuando vieron que el tema iba demasiado lejos, que se rompía la legalidad y ello podía acarrear consecuencias económicas muy graves. Hace tiempo que Sánchez Llibre, mostró ya por dónde iban sus inclinaciones: nada de independencia, pero sí un nuevo estatuto. Insinuó que el problema podría terminar y los secesionistas conformarse si en ese estatuto se reconociese a Cataluña como nación y se dotase a la Generalitat de un sistema de financiación similar al que disfrutan el País Vasco y Navarra.
No tiene nada de extraño que el empresario catalán piense así. Lo que sí parece más raro, si no estuviésemos curados de espanto, es el silencio de las organizaciones sindicales ante un proyecto que va a incrementar más y más las diferencias entre regiones y que, como es lógico, se traducirá en una mayor desigualdad entre los ciudadanos.
Dotar a Cataluña de un sistema de financiación parecido al del País Vasco y Navarra sería catastrófico. Ampliaría las múltiples distorsiones que produce el concierto existente con estas dos últimas autonomías, y cuya legalidad nunca se debería haber introducido en la Constitución. El cupo catalán dañaría gravemente la política redistributiva del Estado en el plano territorial, y se dotaría a los secesionistas de un instrumento esencial, una hacienda pública propia, para aumentar sus probabilidades de éxito en una nueva intentona golpista.
republica.com 7- 12- 2023