En esa especie de locura en la que se mueve hoy la política española, Feijóo, después del mitin de Puigdemont en Bruselas, ha propuesto un pacto para el encaje territorial de Cataluña. Lo de “virtus in medio” pierde al presidente del PP. Hay temas en los que el medio no es posible. Llevo más de 45 años oyendo que hay que buscar un encaje para Cataluña. Uno de los principios que informaron la Constitución de 1978 fue el de encajar no solo a Cataluña, sino también a todos los nacionalistas en España.
El tema, sin duda, viene de lejos. Una vez más, hay que recordar la intervención de Ortega y Gasset en el Congreso de los Diputados en el debate sobre el Estatuto de Cataluña. Entresaco un párrafo de un texto mucho más amplio que transcribí en el artículo publicado en este mismo diario el 27 de febrero de 2020, titulado “Ortega y Gasset y la mesa de diálogo de Sánchez”:
“…Se nos ha dicho: «Hay que resolver el problema catalán y hay que resolverlo de una vez para siempre, de raíz. La República fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la monarquía no acertó a solventar… ¿Qué es eso de proponernos conminativamente que resolvamos de una vez para siempre y de raíz un problema, sin parar en las mientes de si ese problema, él por sí mismo, es soluble, soluble en esa forma radical y fulminante?… Yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles…”.
El problema es que, como también afirma Ortega, el nacionalismo particularista (es su nomenclatura) nunca ha querido conllevarse, sino que ambiciona separarse políticamente del resto de los españoles.
A lo largo de estos años, la Constitución de 1978 se ha estirado como si fuera un chicle para proporcionar más y más encaje a los independentistas, hasta el extremo de que desde hace tiempo estas minorías tienen más derechos que la propia mayoría. A pesar de todo ello, los nacionalistas no se han sentido nunca a gusto y han pedido siempre más y más. Pero ha sido con Sánchez -y sus ambiciones- cuando las cesiones han dado un salto cualitativo, pactando en 2018 con aquellos que acababan de dar un golpe de Estado, y quedando el gobierno de España en cierta forma a su albur.
Tras las elecciones del 23-J y la entrada en escena de Puigdemont, las exigencias se han elevado al máximo y se demuestra una vez más que los independentistas no quieren ningún encaje. Después de la elección de la mesa del Congreso, todas las voces del PSOE -incluyendo los tertulianos afectos-, siguiendo la consigna, se lanzaron a pregonar la idea de que se había pagado un precio muy reducido. Disiento. Lo primero que hay que cuestionar es por qué la totalidad de españoles deben pagar un precio a una minoría independentista tan solo para que la señora Armengol sea la presidenta del Congreso, como primer paso para que lo sea Sánchez del Gobierno de España. Uno tendería a pensar que la constitución de la mesa es un problema de mayorías y pactos dentro de las distintas ideologías y no un mercado turco de favores.
La segunda cuestión es que el precio no tiene nada de barato. El tema de la amnistía ha desplazado de la tribuna pública todo lo anterior, pero las concesiones realizadas para algo tan simple como elegir los miembros que deben dirigir la Cámara han sido cuantiosas y de alto coste. Comenzando por la designación de la propia presidenta de la mesa, desalojando a Batet para poner en su lugar a Armengol, a fin de dar gusto a los separatistas. No es que precisamente Batet fuese sospechosa de probidad o de falta de disciplina. Pertenece al PSC y en sus tiempos defendió ardorosamente el derecho a decidir. Eso ya nos puede dar una idea de por dónde se mueve la actual presidenta, cuando los soberanistas la prefieren, aunque ciertamente nos debería bastar su trayectoria en el gobierno balear. El diario El País -siempre predispuesto a blanquear los actos de Sánchez- defendió que su nombramiento era un guiño a la España periférica. ¿Quizás a Extremadura, Andalucía, Murcia, Galicia, a Cantabria, a Asturias? No creo. ¿A Baleares que la acaba de echar? Imposible. Solo al País Vasco y a Cataluña. Sus primeros actos como presidenta de las Cortes indican de manera bastante fehaciente cuál va a ser su trayectoria: dogmática y sectaria.
Pero es que, además, el lote exigido por los independentistas ha ido mucho más lejos. Las cesiones han sido múltiples, pero todas van dirigidas al mismo objetivo: a situarse en mejor posición de cara a una nueva declaración unilateral de independencia. En esa línea consideran esencial que el Gobierno español los reconozca como nación frente a Europa. De ahí la importancia que dan al uso de las lenguas cooficiales.
Uno de los problemas que tiene el nacionalismo surgido en el siglo XIX es que, en los tiempos actuales, resulta difícil -en muchos casos imposible- determinar el contorno de la teórica nación. ¿Dónde empieza y dónde acaba?, ¿qué es lo que los distingue de los demás?: los famosos hechos diferenciales. Acudir a la entidad étnica (y al RH) está muy mal visto después de la Segunda Guerra Mundial, de manera que los distintos nacionalismos no tuvieron más remedio que refugiarse en la entidad cultural. Pero hoy en día, tras la globalización, la integración financiera y comercial, la movilidad de las personas y los negocios resulta muy difícil mantener la ligazón con el terruño y encontrar la llamada identidad cultural. Las distintas cavilaciones y las teóricas naciones se difuminan y solo permanecen las entidades políticas y jurídicas, es decir, los Estados.
¿Quiénes son los catalanes?, ¿los que ahora habitan en la Comunidad Autónoma, aunque acaben de llegar, o todos los nacidos en Cataluña vivan donde vivan? ¿Por qué van a poder votar los catalanes residentes en Costa Rica y no los residentes en Madrid? ¿Quién es el sujeto de ese derecho a decidir que se invoca? ¿Cuál es criterio a seguir? ¿Los nacidos en la Comunidad Autónoma de Cataluña, definida curiosamente de acuerdo con la Constitución del 78, formada por cuatro provincias, con los límites que estableció el ordenamiento jurídico en 1833?, ¿o más bien los residentes en ella, sean oriundos de donde sean? ¿Y por qué no escoger a todos los países catalanes o al antiguo Reino de Aragón, con lo que seguramente el resultado sería muy distinto?, ¿o cada provincia tomada individualmente? ¿Qué ocurriría si la mayoría en Barcelona y Tarragona se pronunciase en contra de la escisión, aunque la mayoría de la Comunidad se mostrase a favor?, ¿se independizarían tan solo Lérida y Gerona? ¿Y qué sería de los municipios que se pronunciasen en contra de lo decidido por sus correspondientes provincias?…
Al nacionalismo solo le queda como elemento identitario el lenguaje. Es por eso por lo que le concede tanta importancia, por lo que lo convierte en un concepto casi ontológico. Lo asimila con el espíritu del pueblo. De ahí que pretenda que el catalán sea hegemónico en Cataluña y, en consecuencia, su lucha en contra del castellano; de ahí que planteen como un acto de reafirmación que el Gobierno español reclame el catalán como idioma oficial en Europa; de ahí que exijan también la autorización para poder utilizar, casi como un acto de desafío y de forma inmediata, las lenguas cooficiales en el Congreso.
El último recurso identitario que les queda a los nacionalistas es la lengua. Esta deja de ser para ellos un simple instrumento de comunicación y, como tal, con una finalidad práctica y subordinada a conseguir el fin para el que ha nacido que es entrar en relación con los otros seres humanos. Desde esta ultima perspectiva, el uso de distintos idiomas en el Parlamento va a suponer un atraso.
Es de sobra conocido ese pasaje de la Biblia (Génesis 11; 1-9) que narra la construcción de la torre de Babel y cómo Yahvé, ofendido por la osadía de los que querían llegar hasta el cielo, se dijo a sí mismo: “Hablan un solo idioma, podrán lograr todo lo que se propongan, mejor será que confundamos su lengua, y hagamos que tengan que explicarse en distintos idiomas, de manera que no se entiendan entre sí”. En el relato bíblico -y se supone que las diferentes civilizaciones antiguas eran del mismo criterio-, las distintas lenguas, lejos de ser un lujo, una riqueza, un avance, son un impedimento.
Dado que según el artículo tercero de la Constitución, los españoles tenemos el derecho y el deber de conocer el castellano como lengua oficial del Estado. La introducción de las lenguas cooficiales en el Congreso no va a ayudar precisamente a la comunicación entre los parlamentarios, y menos aún entre estos y la gran mayoría de los epañoles. Cualquiera que haya usado la traducción simultánea sabe que por muy buenos que sean los traductores, cosa que no es frecuente, su uso se convierte en un auténtico incordio, la comprensión se hace mucho más difícil y se pierden cantidad de matices.
Todo aquel que considere que lo que está diciendo es importante y que pretenda que su mensaje se escuche, sea nacionalista o no, terminará hablando en español. Pasado el furor del momento y el acto de reivindicación que los soberanistas suponen que representa intuyo las lenguas cooficiales se van a usar muy poco. La hacienda pública española se va a gastar un montón de dinero sin ninguna utilidad, excepto para Sánchez y sus ansias de permanecer en la Moncloa. Para vergüenza de los señores diputados (y como testimonio de la poca utilidad de las sesiones parlamentarias cuando se impone la apisonadora de una mayoría absoluta forjada en los pasillos), a menudo el hemiciclo se queda casi vacío. ¿Podemos imaginarnos lo que ocurrirá si se mantiene el uso de las lenguas cooficiales en el Congreso? Lo más seguro es que, pasado el fervorín de los primeros momentos y excepto algún hooligan, todo el mundo antes o después termine empleando el castellano.
Ahora bien, las cesiones realizadas para la constitución de la cámara van más allá. Se dirigen también a que el Estado (Gobierno y Congreso) reconozcan que Cataluña ha sido y es una región oprimida y que ha soportado de España toda clase de oprobios y persecuciones. Eso es lo que se pretende con la creación en el Congreso de dos comisiones de investigación orientadas una a investigar la posible ilegalidad de haber espiado a los independentistas mediante el programa Pegasus, y la otra a esclarecer la supuesta complicidad de los servicios secretos españoles en los atentados de las Ramblas de Barcelona. De ambas quizás hablemos otro día, pero digamos al menos ahora que su simple constitución es un acto incomprensible de humillación por parte del Estado.
republica.com 14-9-2023