Hay cuestiones que no necesitan ninguna explicación, son evidentes por sí mismas; pero, en contra de lo que afirmaba Hegel, no toda la realidad es racional. Existen muchas personas que están dispuestas a tragarse las mayores fábulas con tal de no crearse problemas, especialmente si van a favor de sus intereses. Uno tendería a pensar que plantearse el motivo por el que se quiere aprobar una ley de amnistía carece de cualquier lógica. Es una pregunta inútil. La causa, al igual que la de los indultos o la modificación del Código Penal para eliminar el delito de sedición o la rebaja de la malversación, está a la vista. Resulta palmaria.
Desde luego no existe ninguna duda acerca de la motivación de los independentistas. Y está igual de clara que la del resto de los miembros de la alianza Fraankenstein es la permanencia en el gobierno. Sánchez durante la campaña electoral mantuvo tajantemente que él no mentía, solo cambiaba de opinión, y en cierta forma es verdad puesto que no tiene ninguna convicción y solo un único objetivo: el poder. Cambia de criterio según se modifican las circunstancias, pero no las económicas, ni sociales, ni siquiera las políticas, en el sentido noble del término. Las innovaciones que toma en cuenta son tan solo el número de diputados que le faltan para tener mayoría y, por lo tanto, las exigencias que los dueños de esos escaños le reclaman para garantizar su permanencia.
Esa es la única y verdadera razón tanto de la defensa de la amnistía como de todas las concesiones que el gobierno Frankenstein ha venido aceptando hasta ahora. Cualquier otra es pura fantasía, pero así y todo, a tenor de los resultados del 23 de julio, hay que reconocer que han sido muchos los que han dado pábulo al dislate de las falacias construidas. Es por eso por lo que, contra toda lógica, haya que entrar a debatir unos argumentos que son simplemente la excusa para ocultar lo que es evidente, que el único motivo que existe es comprar a cualquier precio el gobierno de la nación, no perder los sillones.
Si Sánchez no hubiese necesitado de todas las excreciones del Frankenstein para mantenerse en el poder no habría habido ni mesa de diálogo, ni indultos, ni la eliminación del delito de sedición, ni modificación del de malversación, ni la Abogacía del Estado hubiese cambiado, de rebelión a sedición, la calificación de lo ocurrido con el “procés”. Seguramente tampoco se hubieran acercado, por lo menos al ritmo y en el número que se ha hecho, los presos de ETA a Euskadi, ni se hubiesen dado las otras concesiones realizadas a los independentistas vascos y catalanes. Es más, si el 23 de julio los resultados no hubiesen sido desfavorables al conjunto Frankenstein, y no tuvieran necesidad de sumar a Puigdemont y a sus huestes, no estaríamos hablando de amnistía, ni de relator, ni de referéndum, ni de condonación de deuda, ni de cupo, ni de “España nos roba”, ni siquiera Francina Armengol sería hoy presidenta de las Cortes, ni se habría convertido el Congreso en una nueva torre de Babel, cometiendo el disparate de hablar varias lenguas cuando todos los diputados se entienden perfectamente en una, que además es la oficial de todos los españoles.
Desde la pura lógica es imposible creer que lo que se pretende es la pacificación de Cataluña. Cataluña, en el sentido a que se refiere el nuevo caudillo, quedó pacificada una vez que se aprobó el 155 y actuó el poder judicial, y sin duda hubiese quedado más aún de haberse aplicado más enérgicamente y durante más tiempo la intervención de la Generalitat, tal como hubiese sido lógico a no ser por la renuencia del PSOE.
Los pactos y las cesiones de Sánchez para lo único que han servido es para dar alas al independentismo, insuflándoles fuerzas y nuevas esperanzas e ilusiones. Los han hecho más fuertes y prepotentes. No es cierto que los resultados del 23 de julio muestren un retroceso del soberanismo. Si los partidos secesionistas obtuvieron peores resultados se debió tan solo a que tratándose de unas elecciones generales una parte de sus partidarios, los más irredentos, se inclinó por el boicot al Estado español y a las elecciones, originando la reducción de la participación en Cataluña, y otra parte pensó que en esta tesitura era más práctico y más eficaz para los intereses soberanistas votar al PSC que a los propios secesionistas.
Esa es también una de las razones de que Sánchez obtuviera un millón de votos más. Otras fueron el trasvase que recibió del resto de partidos que se autodenominan de izquierdas (Podemos, etc.), y la menor abstención en toda España que condujo a que todas las formaciones políticas obtuviesen más votos por escaño. Ello al menos relativiza el argumento de que ese millón de votos, significaba que la sociedad española había ratificado de alguna manera los desmanes de los cuatro años pasados. El castigo electoral aparece de forma más clara cuando se considera el del gobierno Frankenstein en su conjunto. El desgaste es evidente y de ahí la necesidad de acudir a todo lo que se mueve en los suburbios, incluso a Puigdemont, y que Sánchez se someta a todo tipo de afrentas y, con él, humille al conjunto del Estado español. Otra cosa es que el castigo no haya sido suficiente para evitar la formación de otro Frankenstein bastante peor que el anterior.
Al margen de resultados electorales, las cesiones y la pasividad de Sánchez solo han servido para que el independentismo se encuentre más crecido que nunca e imponga en Cataluña, al margen de la ley, todas sus tesis. Poco a poco va recobrando fuerzas (embajadas, educación, boicot al jefe del Estado, leyes inconstitucionales, etc.) y se divide más y más a la sociedad catalana. En ella se puede estar produciendo lo que se daba y aún se debe seguir dando en el País Vasco, por una parte, la hégira hacia el exterior de un cierto número de ciudadanos que no comulgan con el independentismo y se sienten en terreno hostil y, por otra, que el tema político inconscientemente se evite a menudo en las conversaciones particulares con la finalidad de que no surjan conflictos.
No, ni la amnistía ni las cesiones anteriores ni las muchas que se produzcan en el futuro van a ayudar a la reconciliación en Cataluña. Todo lo contrario. Cuanto más ibuprofeno, más hinchazón. Menos aun van a contribuir a la unión de Cataluña con el resto de España. El supremacismo, la arrogancia y la insolencia de los independentistas, unidos a un falso victimismo que exige privilegios económicos frente a las otras regiones menos afortunadas, solo pueden despertar el rechazo en las otras comunidades autónomas. Cada día la brecha entre Cataluña y el País Vasco con el resto de España es mayor. Y es inevitable que se agrande si se continúa por el camino que Sánchez está trazando.
Pero Sánchez, desde sus inicios en la vida pública, se ha esforzado por abrir una escisión mucho mayor en la sociedad española. Habiendo sacado en 2016 los peores resultados de su formación política, lejos de dimitir como Almunia y Rubalcaba, acarició la idea de hacerse a pesar de todo con el gobierno. Sabía que la única posibilidad que tenía era establecer una fosa insalvable con el PP que era el partido que había ganado las elecciones. De ahí el “no es no”. Desde entonces ha utilizado una fantasmagórica división entre izquierda y derecha. Cosa curiosa precisamente cuando la globalización y la Unión Monetaria hacen más difícil distinguir a la una de la otra.
Ha aprovechado el fundamentalismo de siglas existente en la sociedad y en la política españolas, por otra parte sin demasiado contenido ideológico, para establecer un cordón sanitario y una división maniquea de una izquierda y una derecha construidas a su conveniencia.
En la primera, situó partidos tan progresistas como el PNV (“Dios y ley vieja”) o los herederos de CiU (3%), que se han comportado a lo largo de todos los años de democracia como las fuerzas más reaccionarias. Solo hay que repasar las actas del Congreso para darse cuenta de dónde han estado siempre sus intereses: claramente a favor del poder económico y defendiendo la distribución más regresiva de la renta y la riqueza en el orden territorial. A ellos, ha añadido además todas las fuerzas montaraces que aun cuando se llamen de izquierdas malamente pueden serlo teniendo, como principal objetivo, privilegiar a las regiones ricas frente a las pobres, y así mismo a otras formaciones del mismo estilo que justifican el terrorismo y si no lo practican es tan solo porque estratégicamente no lo creen conveniente.
A este maremagno secesionista, agrega también, ese conjunto de confluencias de todo tipo que se denominan progresistas, incluso radicales, y cuyos miembros lo que realmente tienen es un empacho mental muy considerable y un enorme grado de inmadurez e inexperiencia y que, olvidando que vivimos en un mundo globalizado y en la Unión Europea, pueden proponer las medidas más disparatadas y contraproducentes precisamente para los objetivos que dicen perseguir. Buena prueba de ello es que se colocan a favor de las exigencias independentistas frente al Estado de derecho, sin considerar que, en realidad, tales reivindicaciones se reducen a establecer en el orden territorial el supremacismo y las diferencias, del mismo modo que las clases altas lo pretenden en el ámbito personal. En el mejor de los casos este conglomerado se identifica con un bolivarianismo que no ha tenido muy buenos resultados en América Latina, pero que desde luego puede resultar nefasto en Europa.
Y coronando todo ello aparece ese sindicato de intereses y de empleo en que Sánchez ha convertido al partido socialista. Bien es verdad que esa transformación únicamente ha sido posible porque esta formación política había perdido ya toda musculatura. Muchos años de transición de la socialdemocracia al socialiberalismo y un periodo largo de zapaterismo, presidido por la superficialidad, la frivolidad y la estulticia, han creado las condiciones necesarias para la mutación.
Con todos estos elementos, Sánchez construye su ejército, su gobierno al que llama de progreso y que no pasa de ser un populismo mal avenido. Frente al cual, y separado con una enorme muralla y como única alternativa crea un fantoche al que denomina la derecha y en el que engloba sin distinción alguna todo aquello que se le opone. Lo define como el imperio del mal. Predica de la totalidad los posibles errores o inconveniencias que hayan podido cometer alguno de sus componentes, quizás los más extremistas, como si el extremismo no existiese entre sus filas. Exagera hasta el límite. (véase mi artículo del 10 de agosto publicado en este mismo digital titulado “¿Qué sería de Sánchez sin Vox?”).
Sánchez utiliza todos los medios posibles para acentuar esta división, remontándose si es necesario hasta la guerra civil o hasta Franco. Todos los que no están con él son franquistas o fascistas. Incluso se califica así a todos aquellos que de una u otra manera, en algunos casos a costa de ir a cárcel, lucharon contra la dictadura. Y tales exabruptos parten a menudo de quienes han nacido ya en la democracia.
El presidente del Gobierno, en el Comité Federal del PSOE, proclamó con tono enfático que defiende la amnistía por España, por el interés de España. Esta foto pasará a la historia como uno de los mayores actos de felonía. Ni esta medida ni las otras concesiones que ya se han instrumentado o que se van a implantar favorecerán la concordia. Todo lo contrario, creo que van a incrementar la división en Cataluña, y entre esta Comunidad y el resto de España, e inclusive van a ahondar el fraccionamiento en toda la sociedad española.
Acto de felonía es dar a entender que todo resulta lícito con tal de impedir la alternancia. Es la muerte de la democracia. ¿Por España, por el interés de España? No, por el interés de los golpistas, por la ambición y por la egolatría de Sánchez. Lo que no entiendo muy bien es lo de nuestro vecino Antonio Costa, teniendo mayoría en el Parlamento, en lugar de haber dimitido podría haber aprobado una ley de amnistía. Se habría justificado afirmando que su intención radicaba en no dar ocasión de gobernar a la derecha. Todo por Portugal, por el interés de Portugal.
Republica 10-11-2023