Los distintos medios y comentaristas, con carácter general, han comparado las elecciones de este 23 de julio con las de 2019, pero en realidad con las que habría que relacionarlas sería con las del 20 de diciembre de 2015. Eran las primeras a las que se presentaba Pedro Sánchez como secretario general del partido socialista. Como es sabido, la victoria fue del PP con 123 escaños, frente a los 90 que consiguió el PSOE.
Pero la máxima novedad de aquellas elecciones fue la participación en unas generales por primera vez de dos nuevos partidos: Podemos, con todas sus confluencias (Compromís, Podemos, En Común, Mareas, etc.), que obtenía 69 diputados y Ciudadanos, que logró 40. Se conoce de sobra la historia, de qué manera esos resultados, juntamente con el “no es no” de Sánchez, avocaban a la parálisis y a unas nuevas elecciones, como así ocurrió, perdiendo cinco diputados el PSOE, mientras el PP ganaba catorce.
Siete años después, celebrados estos extraños comicios, parece que nos encontramos en una situación similar, el día de la marmota. De nuevo Sánchez no quiere saber nada del PP, que es el ganador de las elecciones, y rechaza cualquier acuerdo. Se incurre una vez más en el eterno retorno, pero, como siempre que se produce este modelo estructural, hay diferencias. Nunca se vuelve exactamente al punto de partida. Su representación sería no una circunferencia, sino quizás una espiral. Es igual, pero distinto. Tesis, antítesis, síntesis.
Las elecciones de 2023 nos retrotraen a las de 2015. Se ha creado un escenario gemelo, pero también han surgido factores discrepantes. Ha desaparecido Ciudadanos y sin embargo se ha incorporado VOX. Sumar ha usurpado el puesto a Podemos; y el hecho de que hayan sido las primeras elecciones generales celebradas en pleno verano y en un puente festivo para cuatro Comunidades Autónomas ha aportado a estos comicios condiciones especiales que han podido afectar a los resultados y muy posiblemente hayan sido la causa de los errores cometidos por los sondeos.
Pero la diferencia principal no se encuentra en todo lo anterior, sino en la previsible salida del impasse y en la postura adoptada por el PSOE y sus votantes frente a él. En 2015 la negativa radical de Sánchez al diálogo con el PP avocaba o bien a unas nuevas elecciones o bien a lo que Pérez Rubalcaba denominó como gobierno Frankenstein. Entonces esto último aparecía como algo irreal, impensable, insólito. Aunque muy posiblemente estuviese ya en la cabeza y en los deseos de Sánchez, no entraba dentro de lo admisible en la sociedad española ni tampoco en el partido socialista.
Hubo que esperar a 2018 para que, un poco a traición, con una moción de censura, se hiciese realidad. Antes fue necesario que se produjeran múltiples acontecimientos: celebrar nuevas elecciones en las que el PSOE perdió cinco diputados y el PP ganó catorce; un intento velado de Sánchez de constituir el gobierno Frankenstein, y su dimisión forzada de secretario general del partido; la investidura de Rajoy gracias a la abstención de la gestora que había sustituido a Sánchez, al no existir otro camino viable, ya que unas nuevas elecciones amenazaban al partido socialista con una pérdida mucho mayor de escaños; la reelección de Sánchez en unas segundas primarias como secretario general del PSOE, etcétera.
En 2018, Sánchez, con 85 diputados, se lanza a interponer una moción de censura contra Rajoy que le sirve para alcanzar el objetivo, tan acariciado desde 2015, de ocupar la presidencia del gobierno; aunque ciertamente de la única forma que le era posible, apoyándose en todos los partidos que por uno u otro motivo estaban contra la Constitución y pretendían romper el Estado. Incluso algunos de ellos se habían situado ya al margen de la ley y sus líderes se hallaban presos o prófugos.
Es evidente que en el 2015 estos planteamientos no tenían sitio entre los votantes del PSOE, ni siquiera entre los militantes que después eligieron a Sánchez en las primarias. Ingenuo de mí, pensé que el partido socialista, al haber traspasado todas las líneas rojas, tendría un fuerte castigo electoral en las primeras elecciones a las que se presentase. No fue así, y en 2019 incrementó el número de diputados. Bien es verdad que a lo largo de la campaña Sánchez había prometido no pactar con ninguno de los partidos con los que después pactó y que eran los mismos que le habían apoyado en la moción de censura.
Tras la inverosímil investidura de Pedro Sánchez en el mes de enero de 2020, publiqué en la editorial “El viejo topo” un libro titulado “Una historia insolita. El gobierno Frankenstein”. Me preguntaba en la introducción cómo habíamos llegado a esa situación. ¿Cómo era posible que las mismas personas que habían dado un golpe de Estado en Cataluña decidiesen quién gobernaba en España? ¿Cómo podría ser que el partido socialista de Euskadi, cuyos militantes habían sido constantemente amenazados y más de uno asesinado por ETA compadreasen ahora con los sucesores de la banda terrorista? Así, añadía en aquella introducción, podríamos continuar relatando más y más situaciones inauditas de nuestra realidad social y política que jamás años atrás hubiésemos podido suponer que iban a producirse.
Pero pensaba que lo más grave con todo -y esa era la razón de escribir el libro- se encontraba en que, a base de permanencia, lo que sin duda era absurdo, anómalo e incluso impúdico, lo termináramos aceptando como normal. Mi temor se ha hecho realidad y ha aparecido de manera palmaria en estas elecciones de 2023. Sustancialmente, el escenario político se ha retrotraído a la misma situación de 2015. El PP ha ganado las elecciones y Sánchez se niega en redondo a todo diálogo con el ganador. “No es no”. Se da sin embargo tal como decimos, una enorme diferencia, que lo que entonces aparecía como anatema y Sánchez no se atrevía explicitar ahora aparece como normal y lógico y se da por supuesto que el PSOE pactará no solo con Esquerra y con Bildu, sino también con un prófugo, perseguido por la justicia como Puigdemont.
Durante estos cinco años los ciudadanos han visto cómo en España han mandado aquellos que estaban sentenciados por dar un golpe de Estado y por los que no condenaban los crímenes de ETA y tenían por objetivo liberar y homenajear como suyos a los asesinos de la banda terrorista. Para blanquearles, se les permitió a Esquerra y a Bildu presentar leyes en nombre del Gobierno. La sociedad ha podido constatar cómo se ha elaborado una ley de memoria democrática que, con la finalidad de dar gusto a los independentistas, arroja los años de la Transición acaecidos hasta 1983 al infierno de la dictadura.
Toda la sociedad ha tenido constancia de que Sánchez ha indultado a los condenados por atentar contra la Constitución, el Estatuto y la unidad nacional, a pesar de que siempre había negado que lo fuese hacer y, como si esto fuese poco, ha eliminado del Código Penal el delito de sedición y ha rebajado las penas por malversación y corrupción con el objetivo de exculpar a los aún no condenados.
Con la misma finalidad ha colonizado, con la complicidad de García Egea, el Tribunal de Cuentas. En este caso se pretende librar o rebajar la responsabilidad contable, y por lo tanto la obligación de devolver al fisco lo hurtado, ya sea por el procés, por los ERE de Andalucía o por los desaguisados del Ministerio de Sanidad y de Illa en los suministros de la pandemia.
Y así podríamos seguir enumerando hechos en una serie interminable. Todos ellos se consideraban inimaginables e insólitos tiempo atrás, sin embargo, ahora son aceptados por muchos comentaristas, tertulianos y en general por los medios de comunicación como totalmente lógicos e incluso resultados de una saludable política, y una parte de la sociedad los ha sancionado con su voto el día 23 de julio.
En 2015, 2016 Sánchez no podía manifestar claramente sus deseos y cuando se intuyó lo que pretendía el Comité Federal forzó su dimisión. En esta ocasión, por el contrario, desde el primer momento se ha dado por seguro que se constituiría un nuevo gobierno Frankenstein y ni siquiera se ha desechado la idea cuando los datos han mostrado que se necesitaba el concurso de un huido de la justicia como Puigdemont. Lo que escandalizaba entonces a la nomenclatura del PSOE les llena ahora de gozo; solo había que ver a la ilustre ministra de Hacienda dando saltitos como una colegiala. Cabría suponer que le había tocado la lotería. Claro que, considerándolo bien, es posible que ella sí lo pensase. Es muy duro dejar el sillón de la calle Alcalá y volver de currita a Sevilla.
Diez días antes de la celebración de las elecciones, el 13 de julio, publiqué en estas páginas un artículo titulado “Que te vote Otegi”, y lo terminaba con estas palabras: “Tomar conciencia de que votar a Sánchez es votar a Otegi, a Rufián, a Puigdemont y a Oriol Junqueras. Demasiada gente…”. Parece ser que a una gran parte de los ciudadanos no les ha importado acostarse con todos ellos. Quizás haya primado más lo de panem et circenses. Si se quiere, puro aire, pero el personal se lo ha terminado creyendo, como ha acabado por aceptar la posible llegada de la derecha como la máxima amenaza y por tragarse lo del gobierno de progreso.
Pocas cosas serán más grotescas que contemplar a Andoni Ortuzar jactarse de que el PNV ha frenado a la derecha, porque es difícil encontrar partidos en España más conservadores que el Partido Nacionalista Vasco. Lo avalan las actas en el Congreso y la propia historia de la formación con un fundador racista, Sabino Arana, (al que rinden periódicamente homenaje) y un lema que dice así: “Dios y ley vieja”. En ideología racionaría solo puede competir con la antigua CiU de la que Junts per Cat es la sucesora. Por eso resulta también tremendamente irónico escuchar a Sánchez emplazar a Puigdemont a que elija entre la derecha y el gobierno de progreso. Más derecha que allí donde se encuentren Ortuzar, Puigdemont, Junqueras u Otegi es imposible. ¿Y cómo calificar de progreso a un gobierno que va a estar en manos de todos estos personajes? ¿Existe algo más reaccionario que partir del supremacismo y tener por finalidad incrementar la desigualdad, bien sea personal o territorial?
No se entienden demasiado muchos de los votos emitidos a favor de Sánchez entre los ciudadanos de Extremadura, Castilla-La Mancha, Andalucía, etc. Sin embargo, sí parecen más lógicos los de Cataluña o los del País Vasco. En gran medida, la mejora en los resultados de Sánchez proviene de Cataluña. También fue Cataluña la encargada de dar el triunfo a Zapatero en 2008. En esta ocasión son dos las vías por las que se ha producido el ascenso del PSC. En primer lugar, porque la parte más trabucaire del independentismo había dado la consigna de no participar en las elecciones de España, lo que explica la fuerte abstención de Cataluña, por encima de la media nacional y que lógicamente favoreció a los partidos no independentistas. La segunda razón se encuentra en que es posible que muchos soberanistas considerasen que en el Estado el PSC garantizaba mejor los intereses del independentismo que las formaciones tenidas por tales.
La coexistencia de partidos nacionales con formaciones nacionalistas en la política española conduce a efectos claramente negativos y distorsionantes. Los votos de Andalucía, de Extremadura, de Castilla-La Mancha y de otras muchas Comunidades más, se utilizan para incrementar los privilegios de las regiones ricas. En realidad, eso es lo que ha ocurrido y va a suceder, que Sánchez esta poniendo las adhesiones de los ciudadanos de esas Comunidades al servicio de los intereses independentistas. Todo ello disfrazado con el señuelo de ese irreal gobierno de progreso.
En esa dinámica de normalizar lo que es escandaloso y monstruoso, desde el PSOE e incluso desde voces de comentaristas políticos que se tienen ideológicamente como de derechas culpan al PP de la situación creada. Le reprochan que esté solo en el escenario político, de que esté aislado. Parecería que lo lógico e inteligente sería negociar con los independentistas y ceder a sus chantajes. Algo falla en la estructura democrática de España cuando se afirma que la única forma de alcanzar el gobierno es pactar con golpistas, prófugos o filoterroristas.
republica.com 3-8- 2023