Dicen que esta campaña electoral ha sido demasiado larga, que le han sobrado varios días o quizás una semana. Sera verdad, y por eso no constituye ninguna exageración afirmar que el último acto relevante fue la plática cosmológica de Zapatero en San Sebastián. Se nota que tiene querencia a los prototipos astrales. Ya lo señaló Leire Pajín calificando de «acontecimiento histórico planetario» la coincidencia de Barack Obama en la presidencia de EE. UU. con la de José Luis Rodríguez Zapatero en la Unión Europea.
El mitin en San Sebastián recibió de los medios de comunicación los epítetos más diversos: extraño, sorprendente, surrealista, delirante, tremendo, peculiar y algunos otros más. En realidad y pensándolo bien, el hecho no ha sido tan asombroso, tan solo que nos habíamos olvidado de cómo era Zapatero. Lo único chocante es que llegase a presidente del Gobierno. Todo sea por los atentados y por la guerra de Irak.
La soflama comenzó con una tautología, “el infinito es el infinito”, lo que dice mucho de la profundidad de su pensamiento. Continuó afirmando que “el universo probablemente es infinito, y que no cabe en nuestra cabeza imaginarnos cómo es”. Está bien la apostilla de “probablemente”, aunque puestos a glosar sería conveniente diferenciar entre espacial y temporal, porque, a pesar de los enormes avances realizados en los últimos años acerca del principio y el fin del universo, las oscuridades referentes a su infinitud o finitud son muchas. Parece ser que desde la óptica temporal hay que inclinarse por la segunda opción: tiene un comienzo, el Big Bang, y se supone que tendrá un término. Y, desde el punto de vista espacial, la infinitud se reduce a considerar el universo cerrado y por tanto a negar la posibilidad de que exista un final puesto que es continúo y se retorna al principio, una especie de circunferencia.
En fin, olvidemos lo del infinito y quedémonos con eso de que “no cabe en nuestra cabeza imaginarnos cómo es”. Hasta aquí, del discurso de Zapatero solo resulta insólito el contexto escogido para afirmar estas perogrulladas y el tono empleado, ya que parecía que se encontraba bajo los efectos de alguna sustancia. El desvarío en el contenido comienza más tarde, cuando incurre en múltiples contradicciones.
Afirma con rotundidad que pertenecemos a un planeta, la Tierra, y a una especie que es absolutamente excepcional. Lo cual es una gran osadía, si reconocemos la inmensidad del cosmos y que solo una pequeña parte de él está al alcance del conocimiento del hombre. ¿Cómo afirmar la singularidad del planeta Tierra cuando se estima que existen en el universo observable más de 2 billones (2 millones de millones) de galaxias, y en cada una de ellas (de las visibles) el número de estrellas se eleva por término medio a más de 100.000 millones Y a las estrellas hay que añadir nubes de gas, planetas, polvo cósmico, materia y energía oscura.
Ante esa inmensa masa, casi en su totalidad desconocida ¿cómo podemos asegurar que “pertenecemos a un planeta y a una especie que es absolutamente excepcional, que no la hay en ningún sitio del universo»? ¿cómo se puede defender esa cursilada de que somos el único lugar dentro del “todo”, si es que podemos concebir el todo, donde se puede leer un libro y se puede amar”?
Da la sensación de que Zapatero está anclado en el siglo XVII, en el geocentrismo. Parece que desconoce la existencia de Copérnico, Galileo, Kepler… Participa de la petulancia de aquellos que creen que nuestro planeta y nuestra especie se encuentran en el centro del universo. Bien es verdad que el expresidente del gobierno cae pronto en contradicción, porque poco después afirma que cada uno de nosotros “somos algo infinitesimal, menos que infinitesimal, y que nuestra acción depredadora está poniendo en peligro a la Tierra”. Es decir, que según él lo excepcional es el planeta y no el hombre. Salvar la tierra, aunque el hombre perezca.
Y tantos rodeos para decirnos lo importante que es la ecología y lo mala que es la derecha, derechizada y desquiciada, que niega el calentamiento global. Resulta difícil creer que por muy derechizado y desquiciado que se esté haya quien niegue el cambio climático o, mejor, los muchos cambios climáticos incluyendo el actual que ha sufrido nuestro planeta. Del mismo modo que resulta difícil no tomar conciencia de que la Tierra, al igual que todos los demás elementos cósmicos, se formo en el pasado y desaparecerá, antes o despué, en el futuro. Las estrellas, incluyendo a nuestro sol, se apagarán y podemos imaginar cuál será el destino de los planetas y demás elementos que circundan las constelaciones.
En concreto, la Tierra -según dicen- surgió junto con el sistema solar hace aproximadamente 4.500 millones de años, 9.000 millones de años, como mínimo, después del Big Bang, y obedece a la conjunción de una serie de variables. La modificación de cualquiera de ellas constituiría una catástrofe y ocasionaría la desaparición del planeta, por lo menos tal como lo conocemos. Por supuesto, la vida en la Tierra terminaría tan pronto como se apagase la estrella a la que estamos unidos, el sol.
A lo largo de la historia nuestro planeta ha sufrido toda clase de modificaciones climáticas. En buena parte todo se reduce a la alternancia de frío y calor. Se han producido siete eras glaciales y, a pesar de ello, en general el clima ha sido más cálido que el actual. Si hace 200.000 o 300.000 años apareció la especie humana fue porque comenzaron a darse unas condiciones climáticas adecuadas, lo que no había ocurrido con anterioridad.
Nos encontramos en la séptima era glacial y dentro de ella en una fase cálida que ha hecho saltar todas las alarmas. Todos los seres vivos interactuamos con el clima, lo sufrimos e influimos en sus cambios, pero hasta ahora la actuación de los humanos apenas había tenido importancia. Ha sido a partir de la Revolución Industrial y en los dos últimos siglos y medio -principalmente en las tres últimas décadas- cuando a través de los gases de efecto invernadero somos responsables de la subida de la temperatura a nivel global.
Tras los últimos informes del Panel Intergubernamental de Expertos (IPPC) creado por la ONU, pocas dudas caben de que hemos entrado en un nuevo ciclo climático de una intensidad jamás antes conocida por los seres humanos, aunque sí por el planeta, y de que en gran medida su aceleración proviene de la acción humana.
Todo esto parece innegable. En buena parte somos responsables de los efectos negativos y catastróficos que se produzcan, pero lo que no está nada claro es que podamos evitarlos, ni siquiera retrasarlos significativamente. Entiéndaseme bien, no afirmo que exista una imposibilidad metafísica, ni tampoco física, pero con casi total seguridad, sí social y política. La humanidad no está dispuesta a renunciar en serio a los grados de comodidad y confort conseguidos en los dos últimos siglos y de los que habría que prescindir para solucionar, o al menos retrasar, el problema.
Todo ello se ha hecho patente con la guerra de Ucrania. Ante las dificultades energéticas, los países afectados -incluida Alemania que ha aparecido siempre como el adalid del ecologismo- no han tenido inconveniente en dar marcha atrás, en retornar a la energía atómica y a las centrales de carbón.
Pero es que, además, la organización política y social mundial es plural y variada y no hay una decisión común, por mucho que hablemos de la ONU y se convoquen conferencias de París. Cada Estado actúa por su cuenta. En teoría, también sería posible que desapareciesen las guerras o se erradicase el hambre en el mundo y no parece que vayamos camino de ello.
De nada sirve que un país o un grupo de países tome medidas contra el calentamiento global si no es secundado en la misma proporción por el resto. De poco valen las actuaciones emprendidas por España o incluso por Europa, si China, Rusia, la India o EE. UU., etc., se sitúan en otra órbita, tanto más cuanto que las modificaciones de las pautas que estamos dispuestos a asumir se quedan al nivel de los signos externos y del espectáculo. Hasta cierto punto se entiende la argumentación que utilizan China o países similares cuando afirman que ellos están dispuestos a recortar, pero cuando hayan alcanzado el nivel de desarrollo de Europa o de EE. UU.
En realidad, existe una cierta hipocresía en el seudoprogresismo ecologista europeo, porque estamos dispuestos a recortar algo nuestro confort, “ma non troppo”. Pero algo, no demasiado. Y es que ese algo es totalmente insuficiente, tanto más si se adopta parcialmente, es decir, por una pequeña parte del planeta. Lo grave, además, es que todas estas medidas, aparte de estar muy lejos de solucionar el problema del calentamiento global, sí pueden tener efectos perniciosos para el crecimiento y la economía de determinados países y sobre todo de determinadas clases sociales.
Hay que ser muy progresista de salón como para no ser consciente de que un sistema fiscal basado en la imposición verde -tal como plantea esa comisión de expertos, expertos en genialidades, constituida por la Ministra de Hacienda- se configura como radicalmente regresivo. Como fiscalmente regresivo resulta conceder una deducción en el impuesto sobre la renta a la compra de coches eléctricos, compras que por supuesto solo están al alcance de las clases altas.
Me he pronunciado siempre en contra de todos esos incentivos fiscales que suelen plantearse como instrumentos para estimular el ahorro cuando en realidad son tan solo medios para beneficiar a las rentas de capital. Su aplicación no incrementa el nivel de ahorro global; como mucho, variará el destino al que se dirige. Algo parecido ocurre con los beneficios tributarios concedidos por motivos ecológicos. De hecho, no sirven para modificar sustancialmente el consumo de determinados artículos, pero sí hacen más injustos y regresivos los sistemas fiscales.
El cobro de peajes en las autovías ha estado presente en esta campaña electoral. Aunque el Gobierno se haya empeñado en negarlo por todos los medios, lo cierto es que había propuesto esta medida a Europa como una de las contrapartidas del plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. Se supone que tal medida tiene como finalidad, además de obtener recursos para el erario público, contribuir a reducir la emisión de gases de efecto invernadero. No parece que esto último se vaya a producir, al menos en la cuantía suficiente para tener algún impacto real en el cambio climático, pero lo que es seguro es que la hacienda pública recaudará una vez más sus ingresos acudiendo a procedimientos distintos de la imposición directa y progresiva. La subida del precio del alcohol o del tabaco (impuestos especiales en España, accisas en Europa) nunca sirvió para reducir el consumo.
El mal llamado progresismo ecologista emplea una máxima aparentemente muy simple, pero por eso mismo falaz: “Quien contamina paga”. Aplicarla a todas las inversiones y gastos del Estado sería la destrucción del Estado social y de la economía del bienestar, representaría pasar del sistema de financiación por impuestos al de precios. Preguntémonos qué ocurriría si lo aplicásemos a la sanidad, a la educación o a las pensiones.
Hay un ecologismo basado en la representación, en el postureo, en los símbolos. Ahí está la ministra de Transición Ecológica llegando en bicicleta a la primera reunión informal que los ministros de Energía de la Unión Europea celebraron en Valladolid. La seguían dos coches oficiales y descoyuntaron el tráfico de la ciudad. Seguro que estaba convencida de que estaba contribuyendo a salvar el planeta. Lo malo es que, además de ser teatrales, son dogmáticos y sectarios. Buena prueba de ello fue el mitin de Zapatero, colocando en el centro del universo como algo único la Tierra y el hombre. Más le valía haber recordado la frase de Carl Sagan: “Somos tan solo polvo de estrellas”. Lo fuimos en el pasado y lo seremos en el futuro.
republica.com 27-7-2023