Creo que fue Baudelaire quien afirmó que la última estratagema del diablo es propagar la noticia de que no existe. Parangonándolo, Aranguren escribió que la última treta de la derecha es lanzar el rumor de su desaparición. En muchas ocasiones he estado de acuerdo con esta aseveración del catedrático de Ética. Sin embargo, las circunstancias han cambiado de tal manera y tanto se han modificado los partidos que hoy me inclino a pensar que desde hace una serie de años cada vez es más difícil distinguir entre izquierda y derecha y que los gobiernos se dividen más bien en eficaces e incapaces.

En la actualidad, paradójicamente, la frase de Aranguren quizás se podría enunciar al revés: la artimaña de ciertos partidos consiste en proclamarse de izquierdas y lanzar el bulo de la pervivencia de una derecha imaginaria, irreal, conjunto de todos los males y perversiones posibles; construyen un espantapájaros con el que asustar al personal, diferencias que resultan muy difíciles de admitir si se pertenece a la Unión Europea.

Un caso representativo de lo anterior lo constituye el sanchismo. Sánchez ha basado toda su estrategia política en un radical pero nominal enfrentamiento ideológico entre derechas e izquierdas, retrotrayéndonos a una parte de la historia de España que creíamos ya superada y olvidada.

Paradójicamente, el actual presidente del Gobierno comienza su andadura política en la derecha del partido socialista. En 2009 sustituye en el Congreso de los Diputados a su tocayo Pedro Solbes, y cinco años más tarde, siendo casi un desconocido, se presenta a las primarias bajo el patrocinio de Susana Díaz y de Pérez Rubalcaba, que le eligieron como hombre de paja para contraponerlo a Eduardo Madina y a José Antonio Pérez Tapia, ambos situados más a la izquierda.

La metamorfosis se produce en seguida, un año más tarde, a partir de las elecciones de 2015, en las que obtuvo noventa escaños, el peor resultado en la historia del PSOE. Lo lógico es que hubiese dimitido, tal como en su momento hicieron Almunia y Pérez Rubalcaba, ambos con mejores resultados (125 y 111 escaños, respectivamente). Pero Sánchez no estaba dispuesto a tirar la toalla ni a asumir el papel que le habían asignado de marioneta, ni siquiera a dejar de acariciar la idea, a pesar de sus malos resultados, de hacerse con la presidencia del gobierno.

Dado que el PP había obtenido ciento veintitrés escaños, treinta y tres más que Sánchez, la estrategia de este tenía que pasar por no aceptar ningún acuerdo con esta formación política, que siempre le hubiera colocado en un puesto secundario y privado de la posibilidad de estar a la cabeza del Ejecutivo. De ahí la postura numantina en el “no es no” y su intención de anatematizar al PP y establecer un cordón sanitario a su alrededor.

Primero se sirvió de Ciudadanos firmando con esta formación un pacto con toda una ridícula parafernalia de presentación, tanto más cuanto que no poseían el número de diputados suficientes -aunque Sánchez confiaba en que Podemos no sería capaz de votar con el PP en contra de su investidura. Se equivocó en esto, y también en forzar unas nuevas elecciones, en las que perdió cinco diputados mientras que el PP ganaba catorce.

A Sánchez no le quedaba más que un camino, aislar al PP y lograr el apoyo del resto de partidos de la cámara, excepto Ciudadanos, cuya entrada en esa melé habría sido contra natura. Es lo que Rubalcaba con sumo acierto denominó Gobierno Frankenstein. Bien es verdad que en aquel momento eso aparecía no solo como descabellado, sino como un auténtico sacrilegio. Significaba pactar con aquellas formaciones políticas que estaban preparando un golpe de Estado y con los herederos de ETA, que no condenaban los crímenes cometidos por esta banda, y si habían abandonado las armas era tan solo por una cuestión de estrategia.

Todo el tejemaneje de Sánchez frente al Comité federal estuvo dominado por esta idea. Sabía que no podía explicitar claramente este objetivo, pero tampoco estaba dispuesto a renunciar a él y permitir que gobernase Rajoy. Unas terceras elecciones hubieran sido un suicidio para el PSOE. Existía el precedente de las segundas. La historia ya se conoce y también la intención de Sanchez de convocar de nuevo primarias a quince días vista, lo que desde su puesto de secretario general y en tan corto espacio de tiempo le daba la certeza de ganarlas. Habrían constituido una especie de referéndum o plebiscito que implícitamente legitimase sus pretensiones y acallase cualquier crítica del Comité Federal. El truco era tan burdo que no pasó desapercibido a muchos de los miembros de este órgano, y para evitarlo forzaron su dimisión.

Que no era un problema de izquierda y derecha lo manifestó claramente la composición tan heterogénea de la multitud que aquella noche se agolpó en la puerta de Ferraz queriendo evitar la defenestración de Pedro Sánchez. En las fotos apareció -como un hooligan más- el que después sería presidente de la Generalitat y uno de los principales representantes del supremacismo: Quim Torra. Su presencia indicaba claramente hasta qué punto estaba avanzada la operación, a quién beneficiaba y cuál era su objetivo.

Sánchez volvió a usar el fantasma de la derecha. Puso en el centro de su enfrentamiento con el Comité Federal el hecho de que este órgano propiciaba la abstención en la investidura de Rajoy. En realidad, la nueva gestora del PSOE no tenía otra alternativa. Unas terceras elecciones hubiesen sido desastrosas para esta formación política, y simplemente habrían empeorado la situación. No obstante, Sánchez aprovechó esta circunstancia para plantear las primarias en esta clave, los que querían frente a los que no querían investir a Rajoy. Por supuesto, lo que siempre se calló fue que la única alternativa consistía en pactar con los filoetarras y con los que preparaban un golpe de Estado. Una vez más, se servía de la derecha como coartada y excusa. Esto es lo que le permitió ganar de nuevo las primarias.

De vuelta a la Secretaría General, se propuso, por una parte, controlar de forma caudillista y sin ninguna limitación al partido y, por otra, continuar con la misma táctica que tan bien le había resultado. De acuerdo con ambas finalidades, convocó un congreso bajo el lema “Somos la izquierda”. Mala cosa cuando las realidades no se perciben y hay que proclamarlas y publicitarlas. Si de verdad se es de izquierda, lo lógico es que se vea en los hechos y en las actuaciones, y no hace falta promulgarlo. Además, el cartel no decía somos un partido de izquierda, sino somos la izquierda, la única izquierda.

Hace bastantes años quedé atónito al escuchar a un prohombre del PSOE manifestar que “socialismo es lo que hacen los socialistas”. Afirmación de lo más delirante, pero al mismo tiempo de lo más inmovilista. Es decir, no cabía crítica alguna frente a la política económica que se estaba aplicando; puesto que la realizaban los socialistas, era socialismo. Por más sorprendente que resulte esta definición, lo cierto es que se ha mantenido durante muchos años y ha orientado la actuación del PSOE en múltiples ocasiones.

Es más, quizás con una formulación no tan clara, se ha aplicado también en muchos países a la doctrina socialdemócrata. Se piensa que socialdemocracia es lo que hacen y profesan los partidos socialdemócratas. Así, por desgracia, en el imaginario colectivo se ha condenado a esta ideología a seguir el destino de los partidos de igual nombre. Ello ha conducido a que el fracaso de estos en casi todos los países se haya interpretado también como la muerte  del ideario correspondiente.

Al menos en España, ha surgido en esta última época otra definición de socialismo, tanto o más disparatada que la anterior: “Socialismo es lo que se opone a la derecha”. Pedro Sánchez, tal vez por intereses personales, la ha puesto en circulación pretendiendo con ello trazar un cordón sanitario alrededor del PP.  La izquierda no se define por un programa coherente, sino por la simple oposición a la derecha, con lo que se puede entrar en un verdadero bucle, si a su vez la derecha se definiese por oposición a la izquierda. Es curioso que Sánchez en sus soflamas en contra de la oposición nunca hable del PP o de Vox, siempre se refiere a ellos como la derecha o como la ultraderecha.

Con la moción de censura a Rajoy, Sánchez consigue lo que desde el principio iba buscando, aun cuando solo tenía ochenta y cinco diputados: llegar a la presidencia del gobierno. Para ello tuvo que constituir la alianza Frankenstein, lo que significaba pactar con todos aquellos que buscaban la disolución del Estado. Representaba un salto cualitativo en la política española que precisaba justificación. Y Sánchez acudió a su recurso preferido, la separación entre izquierdas y derechas, anatematizar a esta última y definirse como el “gobierno del progreso”.

Durante los cinco años en la Moncloa, se han justificado los hechos más innobles y repudiables contra la democracia y la Constitución, porque son acciones de la izquierda y se dirigen contra la derecha, una derecha que describen como la conjunción de todas las vilezas y deméritos, tan solo porque se la denomina derecha. Es un discurso un tanto falaz, pero que puede tener éxito -y de hecho lo tiene-, ya que en la sociedad española está totalmente instalado el discurso identitario, nominalista, un fundamentalismo de partido. Se juzga no por las acciones, sino por el nombre. Es de izquierda lo que hace el sanchismo y sus socios de investidura; y es de derechas todo lo que se le opone.

El discurso es tanto o más paradójico cuanto que la pertenencia a la Unión Europea y a la moneda única termina unificando las políticas y permite pocas diferencias. De hecho, la política económica de Aznar no fue muy distinta de la aplicada por Zapatero, y los recortes que este acometió al final de su presidencia fueron más duros que los acometidos después por Rajoy, y si no fueron más allá, fue porque no tuvo tiempo. La política fiscal impuesta por Montoro después de la crisis fue, acaso por necesidad, más progresista que la implementada por María Jesús Montero.

El sanchismo ha traspasado las líneas rojas del Estado de derecho, ha violado casi todas las normas democráticas. Se ha pactado con los golpistas, con los secesionistas y con los herederos de ETA, a la que no están dispuestos a condenar. Se ha plegado a las exigencias de aquellos, cuya principal finalidad es la ruptura del Estado español, los ha blanqueado y ha adoptado su lenguaje. Se precisaba algo que ocultase tamaños desatinos. Sánchez lo ha encontrado en el establecimiento verbal de una cruzada con lo que recientemente llama ultraderecha y derecha extrema.

Tras la debacle electoral de mayo, su discurso en presencia de los grupos socialistas del Congreso y del Senado ha constituido un egregio ejemplo de esta estrategia. Amén de proferir no sé cuantos exabruptos y de afirmar tajantemente que el resultado electoral era injusto e inmerecido, planteó que el próximo 23 de julio la sociedad española tenía que elegir entre lo que denomina “gobierno de progreso” y lo que tilda de “la reacción”.

Lo cierto es que en buena medida los españoles ya eligieron el 28 de mayo, solo que a Sánchez no le gusta el resultado, ha dicho que el descalabro fue indebido e infundado. Los ciudadanos no debieron de ver por ninguna parte el gobierno de progreso, sino más bien una alianza Frankenstein o tal vez pensaron que no hay mayor reacción que olvidarse de Montesquieu y de Rousseau para retornar al “príncipe de Maquiavelo”, ni peor involución que retroceder al  cantonalismo de la I República.

republica.com 6-6-2023