Dicen que la primera víctima de una guerra es la verdad. El juego político debe de ser una encarnizada contienda porque también en él la verdad desaparece. Se sustituye por la demagogia y la dialéctica amigo-enemigo. El amigo siempre tiene razón, el enemigo nunca. Contra él vale todo. Es esa parcialidad la que da al discurso una apariencia tan falsa. Es ese sectarismo el que hace que los ciudadanos desprecien cada vez más a los políticos. Es esa obcecación la que origina que la política pase de ser la actividad humana más noble, tal como afirmaba Platón, a la más repudiada.
El otro día en la Asamblea de la Comunidad de Madrid se produjo un acontecimiento que provoca la hilaridad, una especie de ópera bufa. Toda la oposición, con Mónica García a la cabeza, se lanzaron en tromba contra el vicepresidente del Gobierno de la Comunidad por haber percibido 195 euros como bono social térmico, cuyos destinatarios, según la ley, son las familias numerosas, y parece que la de Osorio lo es.
Hasta aquí quizás nada raro. Es a lo que nos tienen acostumbrados, y lo que les debe de ordenar Sánchez que hagan. Lo cierto es que no aprenden. Son incapaces de hacer una verdadera oposición, y miren ustedes que hay cosas que criticar. Sin embargo, se agarran a nimiedades y se les ve demasiado el plumero y la demagogia. Ellos, proclives a comparecer a todas las manifestaciones y participar en todas las protestas contra el gobierno regional, parece que no tienen nada que decir ante el caos de cercanías o la huelga de los letrados judiciales que, a pesar de que afecte -y mucho- a los ciudadanos madrileños, depende de Sánchez.
No obstante, en esta ocasión el ridículo ha llegado al summum, porque se ha descubierto que la líder de Más Madrid, después de vociferar y dedicar toda clase de epítetos a Osorio, también percibe el importe del bono por tener familia numerosa. A mi entender, no habría nada que recriminarle, si no fuese por el papel inquisitorial previamente adoptado, rasgándose las vestiduras ante la conducta, igualmente legal, del vicepresidente de la Comunidad de Madrid.
Pero la pantomima se acentúa por las explicaciones que ha facilitado. Afirma que no era consciente de ello, que quien cobraba la ayuda era su marido. Muy feminista ella. Un poco a lo Tartufo, manifiesta que se arrepiente y que reconoce su error. Revistiéndose de puritanismo, intenta convencernos de que su comportamiento era muy diferente al de Osorio.
No suelo ocuparme de la política regional de Madrid. No conozco demasiado sus intríngulis, y no me gusta hablar ni escribir de lo que no sé, pero si en esta ocasión me he adentrado algo en ella ha sido porque el circo se ha trasladado más tarde a la política nacional. Distintos miembros del Gobierno, incluso la Ministra de Hacienda, han mostrado su sorpresa porque familias no vulnerables pueden ser beneficiarias de la ayuda, ayuda que por cierto no se financia con impuestos, sino con el recibo de la luz a costa del consumidor. En el fondo sí es un gravamen, solo que bastante regresivo.
Todos los ministros se apresuraron también a escandalizarse de que alguien sin ser pobre hubiese cobrado esa subvención. Es más, invocaron la honestidad y la decencia y no sé cuántas otras zarandajas de carácter pío, de esas que deben quedar circunscritas al campo privado y, como mucho, al ámbito religioso. En política las obligaciones las determinan la ley y el Código Penal. La ministra de Hacienda manifestó, no sé si con descaro o inocencia, que en la finalidad de la norma nunca había estado presente beneficiar a las familias numerosas con suficientes ingresos. La conclusión es evidente: o bien la licenciada en medicina no se había enterado de lo que había aprobado el Consejo de Ministros, (lo que es grave siendo la responsable de los caudales públicos), o bien una vez más el Gobierno se había equivocado al elaborar la norma y había dicho lo que no quería decir.
Para mayor desconcierto, todos los ministros que han hablado se han reiterado también en modificar la ley e incluir un nivel de renta como una limitación para ser beneficiario de ayudas públicas. Estamos ya curados de espanto y hartos de que se legisle a borbotones, deprisa y corriendo, ad hominem, en función de los acontecimientos y las ocurrencias. En esta ocasión, además, para ser coherentes deberían modificar no sé cuántas leyes y reglamentos, tanto de ámbito estatal como autonómico, puesto que son muchas las ventajas y beneficios de que gozan las familias numerosas, sin referencia alguna a sus ingresos.
Sin pretensión de ser exhaustivos, podríamos citar la deducción de 1.200 a 2.400 euros en el IRPF, exención de tasas en el DNI y en el pasaporte, bonificación en la Seguridad Social al contratar cuidadores, descuentos en los vuelos, Renfe, barcos, museos y centros culturales, bonificación del 50% o 100% en tasas educativas, permiso laboral retribuido por nacimiento de hijo, derecho de preferencia en los procesos públicos de educación regulados por baremos, etc. Si no recuerdo mal, en ninguno de estos casos se tiene en cuenta la renta. Y habría que añadir las múltiples ayudas o bonificaciones autonómicas y municipales. ¿Se van a modificar todas estas normas o es que los señores ministros no se habían enterado de su existencia?
Parece ser que el cabeza de lista del PSOE a la Comunidad de Madrid, va de micrófono en micrófono, mostrando su indignación por que dos políticos han percibido el bono térmico y el eléctrico. Digo yo que su enfado en todo caso se debería dirigir contra su señorito y demás ministros, que son los responsables de la ley.
Por otra parte, quiero pensar que él y aquellos periodistas que también se han rasgado las vestiduras por este suceso no aplicarán ninguna deducción en su declaración del IRPF, ni por planes de pensiones, ni por vivienda, ni las familiares, incluyendo la de guardería, ni las donaciones a las entidades sin fines de lucro, ONG o fundaciones, ni a los sindicatos y partidos políticos, ni los gastos por obras de eficiencia energética, etcétera, etcétera; a las que habría que añadir otras muchas autonómicas, nada, de nada, porque la gran mayoría no hacen ninguna referencia a la renta, y habiendo tantos necesitados…
Supongo también que cuando este tiempo de atrás se acercasen a repostar a las gasolineras solicitarían que no se les descontasen los 20 céntimos, ya que son ricos; y por el mismo motivo demandarán en la frutería, en la panadería, en la factura de la luz y en la del gas, etc., que no se les descuente el IVA, ya que pertenecen a la clase acomodada. Llevado el argumento al extremo, hay que imaginar que solo utilizarán la educación y la sanidad privada, porque no está bien que siendo adinerados tenga que ser el erario público el que les costee esos gastos.
No todas las actuaciones del Estado se orientan a la distribución de la renta o a la protección social, muchas de ellas tienen como única finalidad incentivar distintos sectores de la realidad económica o impulsar determinadas conductas sociales, y la mayoría de las veces por simplicidad y claridad, incluso por una finalidad práctica, no hay por qué mezclarlas con la función redistributiva del Estado, que tiene sus cauces y mecanismos propios, tales como el IRPF o los gravámenes sobre el patrimonio y la herencia, y que se pueden usar con toda la intensidad que se desee. Cierto que esto último resulta más incomodo para un gobierno.
Soy más bien reacio a los incentivos fiscales. La mayoría de las veces no estimulan realmente nada y solo sirven para distorsionar la progresividad de los tributos, y lo mismo cabe considerar en cuanto al gasto público. Estimo que una de las medidas más rentables y eficaces consistiría en expurgar y cercenar las distintas partidas presupuestarias y depurar de deducciones los impuestos. Sin embargo, dado el problema demográfico existente en nuestro país, no parece demasiado descabellado promocionar la natalidad y, por tanto, las familias numerosas. Otra cosa sin embargo es que estos teóricos estímulos sean eficaces y cumplan el objetivo de mover a la procreación.
Nunca he compartido la idea de los que quieren introducir el nivel de renta y de riqueza como factor discriminatorio en los bienes y servicios públicos o en todas las subvenciones y transferencias. Soy partidario de que, en materia de gasto público, en la mayoría de los casos el disfrute sea general. Para diferenciar por ingresos ya están los impuestos directos. No tengo ningún reparo en que las rentas altas se beneficien de la sanidad y de la educación pública a condición del que el sistema fiscal sea suficientemente progresivo. Es más, creo que es conveniente puesto que la única forma de que no se deterioren sus prestaciones es que sean también usadas por clases altas. De lo contrario, antes o después se convierten en pura beneficencia.
Algo parecido hay que decir de las ayudas y prestaciones sociales, aunque aquí lo que más prima es una finalidad práctica, ya que distinguir por la cuantía de renta complica sustancialmente la gestión. Utilizar en todos los casos esta separación conduce a que muchas medidas sean inaplicables o a que su aplicación deje mucho que desear y no se cumplan los objetivos previstos. Cuando se trata de pequeñas ayudas puede ocurrir incluso que, paradójicamente, el coste de la gestión llegue a superar el de universalizar la prestación.
Es una constante de este Gobierno tomar las medidas, muchas veces ocurrencias, sin analizar previamente los obstáculos y conflictos que van a suceder en su implantación. La consecuencia es que en la mayoría de los casos se produce la frustración de los resultados y la imposibilidad de ejercer el control. Salen beneficiados no los verdaderamente necesitados a los que iba dirigida la ayuda, sino los más listillos y avispados, sean o no acreedores a ella. El Gobierno piensa que el problema se soluciona encargando de la gestión a la Agencia Tributaria, pero, en ocasiones, esta entidad tampoco cuenta con la información precisa ya que la que posee se ha diseñado para otros cometidos, el cumplimiento de las obligaciones fiscales. Además, a este organismo se le aparta de su verdadera función, la gestión de los impuestos y el control del fraude.
Cuando la aplicación de las medidas fracasa hay quien echa la culpa a deficiencias de la Administración y a la burocracia, la responsabilidad, sin embargo, no se encuentra ahí, sino en un diseño imperfecto a la hora de elaborar la norma y en el desconocimiento de aquellos que legislan.