Uno de los sofismas más utilizados por Sánchez y el actual Gobierno es contraponer la crisis del 2008 a la actual. En realidad, no se pretende comparar las crisis en sí, sino las respuestas dadas a ellas por los distintos gobiernos. Según dicen, dos modelos: el de la derecha y el del gobierno de progreso, es decir, el de Frankenstein. Dolor y lágrimas entonces, un camino de rosas en la actualidad.

Se olvidan de que no era la derecha la que estaba en el poder en 2008, sino el Gobierno “ilusionante” de Zapatero, que fue el primero que se vio obligado a los ajustes, y en una cuantía muy considerable, hasta el punto de dar lugar al surgimiento del movimiento del 15-M. No contemplan tampoco que las crisis puedan ser muy diferentes y, de hecho, la actual es radicalmente distinta de la anterior. Pero es que, además, las consecuencias negativas para los ciudadanos que se han producido en uno y otro caso solo son diferentes en apariencia.

Ya en el artículo de la semana pasada señalaba cómo en esta crisis, mediante la inflación, se producen tantos o más recortes presupuestarios que en la pasada, y me refería en concreto a los empleados públicos, cuyas retribuciones se van a ver mermadas en mayor medida que en la anterior crisis.

Pero es que los ajustes ni en la crisis pasada ni en la actual impactan únicamente en los funcionarios, sino que afectan a la mayor parte de la población; por supuesto, a los trabajadores del sector privado cuyos salarios reales se encuentran entre los que más se han minorado de todos los países de la OCDE. En la anterior crisis, el fuerte desequilibrio creado en el sector exterior por los Gobiernos de Aznar y Zapatero y ante la imposibilidad de depreciar la moneda, fue preciso hacer una devaluación interna de precios y salarios que, como siempre, afectó principalmente a las retribuciones de los trabajadores reduciéndolas de forma significativa. Me temo, sin embargo, que, en la actual y debido al desfase entre precios y salarios, la diminución en términos reales va a ser mayor.

Se acaba de firmar un acuerdo social entre los sindicatos y la CEOE que no tendría que dejar muy contentos a los trabajadores. Constituye una recomendación para que en los futuros convenios sectoriales y de empresa se estipulen incrementos de sueldos de un 4% en 2023, y de un 3% en 2024 y en 2025. Habrá que ver si la tasa de inflación para esos años se comporta con la moderación que el acuerdo prevé, ya que la posibilidad de revalorización se fija como máximo en un punto. No está nada claro que la inflación se vaya a controlar en los próximos ejercicios, cuando los gobiernos están dejando solo al BCE en el control de los precios.

No obstante, el problema central, del que el acuerdo no trata en absoluto, es la revisión de precios para 2022 (incluso para 2021), que fue cuando realmente se produjo el desfase entre los salarios y la inflación. En realidad, este era el verdadero punto conflictivo -del que la CEOE no quería ni oír hablar- y el que estaba obstaculizando el acuerdo.

Resulta muy curioso que una semana después de la manifestación del primero de mayo -en la que los sindicatos, jaleados por algunos ministros, vociferaban contra los empresarios, amenazando con disturbios, conflictos y huelgas- se entreguen a la patronal con armas y bagajes, se avengan a ratificar la pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores para 2022 y que esta pérdida se consolide para el futuro. Parece ser que todos los gritos del 1 de mayo eran meras bravuconadas. Quizás tuvieran por objetivo preparar la rendición, de manera que esta no apareciese como tal. 

Lo más irónico de la situación es la inmediata comparecencia de Sánchez anunciando que en España, al contrario que en otros países, reina la paz social, resultado del buen hacer del Gobierno. Alguien podría haber añadido que es la paz de los cementerios, la paz por incomparecencia de uno de los contrincantes, la conseguida a base de la debilidad de los sindicatos, que han dejado de ser de clase para convertirse en sindicatos de cámara, palaciegos, que se refugian entre los faldones del Gobierno y que son incapaces de conseguir algo por sí mismos. Parece que la autonomía sindical ha pasado a mejor vida y que las organizaciones sindicales se han convertido de nuevo en correa de transmisión de las fuerzas políticas.

Pero el ajuste en esta crisis, debido a la inflación, no recae únicamente en los recortes presupuestarios o en las retribuciones de los trabajadores, sino en la mayoría de la población a través de otros mecanismos, especialmente mediante la actuación del BCE. El hecho de que los gobiernos le hayan dejado solo en el control de la inflación obstaculiza y retrasa la consecución de este objetivo. La autoridad monetaria se ve obligada a subir una y otra vez los tipos de interés, con graves consecuencias para todos aquellos que están  endeudados a tipos variables, sea mediante hipoteca o no.

Hace unos días, el BCE, siguiendo la senda marcada por la Reserva Federal, subió un cuartillo el tipo de interés. Los bancos centrales, ante las turbulencias financieras ocurridas recientemente, tienen que proceder con suma cautela, pero al mismo tiempo no pueden dejar de actuar, no solo porque sea su misión, sino porque si la subida de tipos tiene efectos muy dañinos para un buen número de ciudadanos, la cronicidad de la inflación los tiene mayores.

Por eso se entiende mal la postura adoptada por las autoridades europeas y los gobiernos de los distintos países actuando como si la inflación no fuese con ellos, dejando su control como cometido exclusivo del BCE. Se produce la paradoja de que este organismo y los gobiernos practican políticas opuestas entre sí. Mientras que el primero, mediante la subida de los tipos de interés, pretende reducir la demanda, los Estados nacionales aplican una política fiscal expansiva que la incrementa.

La actuación de los gobiernos -y en un puesto de honor el de España-, incrementando el déficit, principalmente mediante la aprobación de una serie de gastos sin demasiado sentido, muchas veces ocurrencias, tiene como única finalidad mostrarse magnánimos ante los ciudadanos y obtener así una rentabilidad política. Lo cierto es que se ocultan los efectos negativos que tal política tiene, al obligar al BCE a radicalizar sus actuaciones y permitir que la inflación dure más de lo que sería necesario y conveniente. Lo que a menudo se presenta como política social puede volverse en contra de los ciudadanos cuando se tiene en cuenta el coste de oportunidad y que el saldo es negativo.

Resulta bastante incomprensible que la Comisión tenga suspendidas las normas fiscales en estos momentos. Es posible que haber mantenido la excepcionalidad al principio de la pandemia fuese lógico, pero se debería haber vuelto a la normalidad tan pronto como apareció la inflación, de manera que la política fiscal y la política monetaria actuasen en la misma dirección. Resulta extraña la parsimonia con la que la Comisión se ha tomado el retorno a la disciplina presupuestaria.

La verdad es que también en esta materia la Unión Europea se está cubriendo de gloria. En la pasada crisis se pasó de frenada en el afán de imponer el rigor en los ajustes fiscales, aun cuando no existía inflación. Incluso en los años en los que el BCE se esforzaba en aplicar una política monetaria expansiva con el objetivo de reactivar la economía, y Draghi rogaba a los gobiernos que colaborasen mediante la política fiscal, esta, sin embargo, continuó siendo restrictiva, ya que las autoridades nacionales hicieron oídos sordos, y siguieron más bien las indicaciones de la Comisión. No prestaron ninguna atención a las quejas del presidente del BCE que les recordaba que la política monetaria tenía sus limitaciones a la hora de expandir la actividad económica, tal como había señalado Keynes con la metáfora de que se podía llevar el caballo al abrevadero, pero no se le podía obligar a beber.

Por el contrario, en la actualidad, en presencia de una tasa de inflación muy elevada y alarmante, la Comisión y los gobiernos nacionales mantienen una política fiscal totalmente laxa que dificulta y contradice las actuaciones del BCE dirigidas a controlar los incrementos en los precios. Los gobiernos se guían exclusivamente por el beneficio político que les puede proporcionar una postura pródiga en el gasto público, sin sentirse responsables del coste que las medidas pueden ocasionar en el área monetaria y en los precios.

Europa cae una vez más en una especie de esquizofrenia en la que la actuación de la Comisión y de los Estados nacionales va en dirección contraria a la del instituto emisor. Ese es, entre otros, el peligro cuando se está en una unión que es solo parcial, en la que si bien hay una integración monetaria se carece de ella casi por completo en el ámbito fiscal y presupuestario.

republia.com 18-5-2023